martes, 18 de octubre de 2011

Veo con mis ojos formas que ya conozco; formas que he aprendido a conocer. Ven mis ojos manchas sin definición, borradores de objetos, luz sincoopada. Con mis ojos veo ruido, movimiento y velados detalles....o ninguno.
Peor con mis ojos veo mis manos y soy capaz de atestiguar la historia de mi historia, la biología del ser, entender cada molécula. Con mis ojos puedo ver sólo lo más cercano, lo más íntimo, lo que nadie más podrá jamás entender. Mis manos me lo dicen todo y se callan; mis manos tienen los zurcos y las venas de las manos de mi papá. Pero mis líneas son solo mías. De nadie más. Igual que las manchas, las sombras, las uñas, la piel.
Mis ojos no ven, pero sienten.

martes, 13 de septiembre de 2011

Sobre el árbol y la gelatina.

Alguna vez leí por ahí que criar adolescentes es como tratar de clavar gelatina a un árbol. Jamás se ha explicado este arduo trabajo con semejante claridad. Quienes sufren la forzada convivencia diaria con humanos de entre 13 y 18 años, entienden perfectamente a lo que me refiero; más aún si dentro de los parámetros de tal convivencia se estipula que además hay que guiarlos por el camino del bien, alimentarlos de cosas sanas, hacer de policías y enfermeras y asegurarse que no se mueran accidentalmente cada fin de semana. Es agotador, en verdad y, a la vez, una labor imposible. De ahi lo de la gelatina.

Los hijos, cuando chicos, son una maravilla. Me río en la cara de cualquiera que se queje porque su adorado bomboncito entró en la terrible etapa de los dos años (o los "terrible twos" como ya se le conoce universalmente en el mundo anglo-parlante), o porque ¡qué trabajo más agotador, corretear a mi peque de arriba para abajo, recogiendo juguetes!. ¡Já! les digo yo. Denme un bebé que corretear todo el día y montón de Legos que guardar en sus cajas, a cambio de lidiar con cambios hormonales, alcohol y cigarros escondidos, peligro de caer en el pozo sin retorno de la perdición (gracias a la compañía de dudosos personajes y total y absoluto desinterés en la escuela) y la peor actitud (ancho descaro el suyo, en serio, tras de que uno les da la vida y todo lo demás) que se haya visto nunca. ¡Vaya! al menos correteando chiquitos hace uno ejercicio, sin mencionar la enorme gratificación que recibimos por el simple hecho de que nuestro pequeñito de 3 años nos hace caso y cree ciegamente en todo lo que le decimos. ¿La mejor parte? ver el terror en su carita cuando nos enojamos por algo malo que hicieron... pues creen que, en realidad, su mundo se desploma cuando los regañamos y entonces ¡milagro! ya no lo vuelven a hacer..... (!!!!). Oh, dicha de las dichas, cuando la palabra de uno es la ley y puede uno obtener unos minutos de paz y tranquilidad gracias a la magia del "time-out" (o en español coloquial: "vete a tu cuarto, estás castigado").

Pero volviendo a los adolescentes; criarlos (o tratar de, al menos) es, en suma, una labor mental titánica. No te demanda realmente nada físicamente, pero lo que es mental y psicológicamente, se equipara a correr un maratón con obstáculos todos los días. Un hijo adolescente no te escucha y, cuando lo hace, parece que su cerebro procesara tus palabras en una especia de "spell-check" que omite dos de cada tres de ellas y, encima, inventa sus propias conclusiones. Cuando les dices "ok, puedes salir, pero primero recoge el tiradero que dejaste en la cocina y asegúrate de juntar toda tu ropa sucia en el cesto para que la pueda lavar", su programa de interpretación interno les dice: "ok, puedes salir, blah, blah, blah, blah, blah, y que te vaya bien". Apenas ayer en la noche, viví esta escena surreal con mi hijo de 14:
- Damián, tienes que ayudarme a sacar la basura.
- ¡Aaaaaagh! gggnnnshrrptltgh......
- Oye, tienes que ayudar ¿pues qué te pasa?
- ¡Ay! ¡no! ¡gggnnnñññ grrrlasmph!
  .......(breve pausa y concluye).... No quiero.
Entonces yo digo, ¿cómo enseñarlos a hacer cosas, cómo inculcarles sentido de responsabilidad, de trabajo en equipo, de solidaridad, cuando ni siquiera sé hablar simio?

Pero no todo es el juego de poderes o la puesta en práctica de incontables lecturas sobre la maternidad, sus usos y disgustos y otros volúmenes, dignos de un doctorado en la materia. No; de pronto y sin pensarlo, los estándares que uno tenía para la vida, los valores, las certezas, se dan la vuelta completa, cual tortilla y nos vemos teniendo que desmentirnos a nosotros mismos pues, es claro que era normal que yo bebiera alcohol en las fiestas a los 15 años, o que fumara cigarrillos como chimenea afuera de la escuela, pero "¡ni se te ocurra meter alcohol en esta casa!" les gritamos cuando van a tener fiesta, o "¿qué haces fumando? ¿cómo se te ocurre hacer semejantes estupideces?", sermoneamos cuando les descubrimos la cajetilla de cigarros en su cuarto. Debemos, todos los días, ejercer un terrible dominio de nosotros mismos para dejarlos ser independientes y tomar responsabiilidades, al tiempo que nos afanamos por guiarlos por el "buen" camino (o sea, el nuestro) elogiando acciones, ayudándolos y vigilándonos (¿y si se cae? ¿y si se rompe?). Tratamos de darles lecciones disfrazadas de conversaciones triviales, al tiempo que les afirmamos que somos muy abiertos y liberales y nos pueden hablar de todo; pero luego no sabemos ni dónde meternos o cómo borrar el gesto de horror en la cara cuando, efectivamente, nos lo cuentan, como si cualquier cosa, y nos dejan mudos sin saber qué decir. Los hijos nos muestran de manera violenta y certera, lo imbéciles que somos y lo llenos de contradicciones que nos hemos vuelto. Y bueno; es comprensible. Después de todo, nosotros fuimos ellos apenas ayer, y hoy, con cierta tristeza, nos damos cuenta que nuestro tiempo terminó y es ahora su turno de comerse el mundo a bocados.

Y esto es cierto. Ahí está la prueba de que nosotros, los padres, hemos finalmente dejado la burbuja de la juventud; esa burbuja que nos duró como 20 años y en donde, no sólo éramos los dueños del mundo, sino que además éste gravitaba alrededor de nosotros. Nosotros éramos los protagonistas de la película, los héroes, los que íbamos a cambiar a la humanidad, el motivo por el cual existían las cosas, el arte, los nuevos descubrimientos, las revoluciones, la diversión. ¡Y qué momento para ser joven! con el avance de la tecnología, con el internet, con el mundo a tu alcance. Los niños crecen a una velocidad estremecedora y parece que sucede porque, evolutivamente, sabemos que el mundo se acabará pronto y entonces tenemos que sacarle el mayor jugo posible a nuestra presencia en él. O no. Seguramente habrá muchas personas que estén en desacuerdo con esta afirmación; imagino gente de la generación de mis padres, diciendo que las cosas se desarrollaban igual de rápido cuando nos vieron crecer a nosotros. Pero no dejo de pensar que es ahora un poco diferente; dificultándo más las cosas el hecho de que nuestra generación ha resultado ser exageradamente apologética y permisiva con sus hijos, negligente a la hora de pasar tiempo con ellos, ridículamente sobreprotectora y freudianamente culposa... y  ahora estamos pagando extra, además, teniendo que ser coherentes a la hora de "educarlos" durante esta tortuosa edad.

Pero como diría Rousseau: "La juventud es el momento de estudiar la sabiduría: la vejez el de practicarla"; entonces tal vez (tal vez), lo que estamos haciendo tenga un orígen válido, una dirección concreta, cierta chispa de sabiduría. Ya lo comprobaremos en algunos años. Mientras, no nos queda más que tratar de reabastecer el tanque neuronal durante la noche (¿ya se explican porqué sufrimos de insomnio?) y afilar las herramientas durante el día.... a ver con cual de todas podremos lidiar con la gelatina.

viernes, 29 de julio de 2011

amanecer

Parecen tormentas, cielos grises, pesados sacos de arena.
Las venas se atascan de un imposible tráfico sanguíneo.... nada las alivia.
Atlas es mi hermano; siento su peso y su necesidad.

La luz es siempre el anuncio del día, sin embargo me lastima los ojos
y presagia el mismo dolor de siempre; como una muela mal atendida.


Nadie está presente, nada se ha escrito
sin embargo, el concurso está perdido porque nada le gana a un árbol.
Nos sentimos tan pequeños junto a la vida...





viernes, 17 de junio de 2011

Anoche soñé

Soñé que llegábamos de un viaje, o que recogía yo a Fernando, y en el avión venía mi papá. Me causaba eso mucha sorpresa, pues él había venido recientemente, de visita; solo que, esta vez, no me había avisado y venía solo.
En mi apuro por irnos a donde teníamos planeado, lo dejé todo desacomodado en mi cabeza y Fernando y yo nos fuimos. Por supuesto, no tardé mucho en caer en la cuenta de que, sin quererlo, había yo dejado a mi papá, quien jamás viaja solo y no se puede hacer entender más que en español, varado en algún lugar entre el avión y cualquiera que hubiera sido su destino final. Sin embargo, algo no checaba: él no me avisó (1), no parecía ni nervioso ni asustado (2). Muy extraño todo. Decidí entonces que había hecho este viaje con la intención de sorprenderme y que, coincidentemente, habían venido los dos en el mismo avión.

Me decidí a buscarlo, abandonando lo que estaba haciendo y las prisas por llegar. Repasaba en mi cabeza el dialogo natural que, en circunstancias normales y enteramente lógicas, hubiera sostenido con él cuando me lo encontré: ¿Pero qué haces aquí? ¿Porqué no me avisaste que venias? ¿Tienes equipaje?. Y el ya me explicaría que no, que ha querido darme una sorpresa y se ha arruinado por tal coincidencia; que ya ha hecho arreglos para su estancia y que se quedará en el departamento que está vacío. Me dirá que no me preocupe, pues ya él se hizo cargo de todo.

Pero esto de los sueños no funciona con ninguna lógica y este diálogo lo he sostenido yo dormida con mi mente semi-despierta. La realidad...no real de mi sueño, es que yo he vuelto a la costa, donde existe un edificio de departamentos, donde me he encontrado con la hija de una amiga muy querida de Westport, con quien he platicado y le he contado de los eventos de esa mañana (que ya han pasado varias horas, por cierto) y ahí estamos, merodeando alrededor de uno de esos departamentos, pues Arianne me dice que ella no ha visto ni oído nada y piensa que el lugar está vacío.

Me invade cierto miedo y culpa: abandoné a mi papá; lo dejé solo por estar con las prisas de mi vida y él, que tan solo quería venir a verme...

Atisbando por una ventana, distingo la esquina de una cama que, en principio, muestra la planchada estiradez de una cama perfectamente hecha, pero mientras mis ojos se deslizan en diagonal en un panning cinematográfico (de esos de los que se sirven para causar suspenso y expectativa en el público) poco a poco se nos revela que no, que la cama está deshecha y que alguien ha dormido ahí. Esto me llena de alivio; quiere decir que mi padre supo salir del avión, recuperar su equipaje y llegar sano y salvo a su destino. Una discreta mirada hacia el balcón, lo descubre finalmente, descansando en una silla, con sus pants, arropado en su bata calientita, leyendo el periódico....su cigarro entre los dedos.

Entiendo entonces: mi padre ha venido a visitarme una mañana cualquiera, como hacía yo hace tiempo, y me espera sentado, con café recién hecho, para comentar las noticias del día.

martes, 10 de mayo de 2011

10 de mayo

Mi primer recuerdo en la vida, es el olor de mi madre. Su calor, su textura, su amplio vientre que me acoge y su regazo que me recibe. El dicho que habla del "amor incondicional de una madre" se aplica severamente a la mía: nunca hubo una que mejor supiera lo que representaba tener hijos.

Mi madre nos parió, nos cobijó, nos alimentó y nos apapachó. Nos educó, nos regañó, nos llevó y nos recogió. Mi madre no me faltó ni un solo instante.... y eso, entiendo que no es algo de lo que todos puedan presumir; pues ella fue muchas cosas, todas las cuales las hizo maravillosamente, pero siempre supo donde estaban sus prioridades. Ella fue una estupenda hija, adquirió responsabilidades desde chica, se hizo cargo de sus hermanos, ayudó siempre a sus padres. Como hermana, ha sido y sigue siendo admirada por todos, los de sangre y los políticos, pues es su figura materna lo que han seguido siempre. Como esposa, tal vez su labor más titánica, supo ser para la enorme personalidad de mi padre, un ancla, un puerto y un mar; dándole su espacio, respetándolo y siendo su mayor soporte.

Pero su magnus opus fuimos nosotros, y el mérito es prácticamente todo suyo. La madre Mila se quedó en casa a criarnos, porque así lo dictaban las normas y así lo quiso ella; aunque, en plena mitad de los años sesenta, el despertar del movimiento feminista se hacía claro y la necesidad de salir del molde y tomar el mundo de los hombres por las riendas se volvía imperiosa para muchas mujeres, para mi mamá fue más que nada la oportunidad de salir a las calles a manifestarse por causas sociales, la necesidad de terminar la escuela como el estado manda y no el sagrado corazón (colegio al que acudió toda su vida) y encontrar, casi por accidente, su verdadera vocación de maestra. Pero primero que todo ello junto, ella se quedó en casa y nos crió.

Mi madre estuvo ahí, cual tarjeta cursi de Hallmark, en todo momento. Cada golpe, cada fiebre, cada cumpleaños, cada tragedia, cada desayuno (bueno, salvo los de los fines de semana después de las rumbeadas con mi papá), cada comida, cada navidad, cada junta de la escuela, cada festival, cada clausura de año escolar, cada exposición, cada exámen de admisión, cada audición, cada despedida, cada bienvenida, cada boda, cada parto, cada fiesta infantil, cada piñata, cada recital. 
Dichosos nosotros, ahora lo veo. Era algo tan natural como la vida misma y no sabíamos que, en realidad, era un verdadero lujo.... y un absoluto privilegio. Pues la presencia física no es lo que importa, realmente, sino la involucración en todas esas pequeñas cosas, como canta Serrat, a quien mi madre adora.

Para mí, ella es la encarnación de la madre en todos sus significados y nunca, nunca, ni podré replicar una fracción de su talento, ni podré agradecerle suficiente. Pues la fortaleza y seguridad que ella irradió siempre, nos hizo fuertes. El infinito amor que nos derramó, nos hizo más humanos. La constante confianza y serena sensatez, nos enseñaron a ser consecuentes y justos. Su extraordinaria pasión por su familia, nos hizo querer hacer una también; y en eso, en cada nieto, nuera y yerno, se respira su presencia y su indudable legado. 

No es accidente que Mila se volviera maestra. Si algo, es quizás un reconocido premio que la vida le dio por su estupendo e inigualable talento maternal. Mi madre es una estupenda maestra; quizás de las mejores que haya habido y me hace muy, muy feliz, saber que en su vida encontró y siguió su llamado (de nuevo reto al lector, a que nombre a quien haya tenido tal suerte). Y lo hizo entregada, totalmente, con absoluta convicción y amor; por los niños todos y por el oficio mismo.
Mi madre es, finalmente, un símbolo de lo que, en suma, necesita urgentemente la especie humana para sobrevivir y seguir adelante.

Con toda la admiración y respeto del mundo. 
Te adoro, mami.


 
Mi madre y su primer nieto, Sebastián.

sábado, 16 de abril de 2011

El viento al tiempo

Revientan los vidrios de las ventanas
azotan las paredes tu silencio
no hay nada detrás, más que los buques desolados
de los que vinieron a conquistar

Se cae a pedazos el techo
y las manijas se corroen con el tiempo
no cabe ya nada en el baúl
nada....ni siquiera tus dientes

Quítate ya esa manta
no te protege en realidad de nada
el tiempo se hace cargo de despedazarte
inmortal realidad la de tu muerte.


martes, 12 de abril de 2011

Un personaje en busca de autor.

Haciendo caso omiso de los signos a su alrededor, el personaje de la vida cambia y canta y se regocija por tan solo el hecho de estar vivo. Tal vez no le convenga ser tan desparpajado; a fin de cuentas, tiene vecinos cerca que lo ven... de vez en cuando al menos. Considera que ya es buena hora de poner cortinas en el baño; digo, quizás los vecinos no le han dicho nada, más por vergüenza que por interés. Vergüenza ajena, vaya, pues lo que sea de cada quien, el personaje tiene un aspecto que invita más al miedo que a las buenas intenciones vecinales. Aunque hay que agregar que, de ésto, el pobre no tiene ninguna culpa, pues así nació y así ha sido siempre; sin excusas ni pretextos, no le faltó oxígeno al nacer, nadie lo tiró accidentalmente de pequeño, su madre no usó drogas, alcohol ni otros potajes que causan horrores, según la sabiduría popular. El es feo nada más porque sí, y así se siente por demás a gusto. Por otro lado, sus vecinos parece ya se han acostumbrado al ogro que reside al lado, viendo que lo ogro lo lleva más bien de fuera pues, por lo demás, siempre se ha portado bastante amable y civilizado con los demás.

Pero sucede que hoy es uno de esos días en que, tal vez porque el café le quedó muy bueno, o porque la mezcla de los ingredientes en su desayuno fue la exacta y propicia para alentar alguna hormona del buen humor, pero en el aire se respira cierto optimismo, cierta alegría que comparten los pajaritos de allá afuera y continúa en una linda melodía que da de vueltas en la cabeza como un carrusel. ¡Aaah! pero qué buena es la vida a veces, se dice a sí mismo al acabar el café y dejar la taza en el fregadero. Lo que es más, hasta se antoja limpiar por aquí, dejar todo limpio, muy a tono con la alegre atmósfera de alrededor. Silba y canta y canta y silba mientras firega los trastes. El único problema es que tal parece que la capacidad de ser bello y cantar bien, en su caso resultaron ser rasgos que venían muy de la mano, como compañeros del mismo ADN y, como consecuencia, al espectáculo de aquel hombre que se aprecia en la ventana de su cocina, manoteando y dirigiendo una orquesta invisible con el mango de una cuchara, se le aúna el de que sus estridentes gritos se pueden escuchar hasta la calle, haciendo incluso que la gente se detenga y voltée buscando el origen de aquel ulular.... ¿es que hay por aquí un afilador? piensan algunos transeúntes. De entre sus vecinos más cercanos, está la joven madre de dos chiquillos, (a quienes hace tiempo les ha prohibido asomarse por la ventana de la cocina, pues luego, ciertas súbitas imágenes les han ocasionado largas noches de terribles pesadillas), quien, para contrarrestar el ruido, ha puesto el radio a todo volumen y, ahora, el vecino de arriba da de golpes al piso con su bastón para hacer que se calle. Méndigo vejete ese, que ni siquiera sabe ser anciano como se debe; ¿pues qué no se supone que los viejos no oyen nada? y ahora resulta que tiene el oído tan sensible como el de un perro. Y ya que hablamos de perros, el pequeño engendro de maltés/pekinés/callejero de la señora de enfrente, ya se puso a dar de ladridos, aunque cabría aquí aclarar que, en su caso al menos, él si lo hace con el gusto de participar del concierto colectivo, aunque en realidad parezca que se queja audiblemente como el resto del vecindario.

Nuestro personaje, ajeno a todas estas manifestaciones de vida comunal, ha terminado de lavar los platos y se dirige al baño. Mientras se rasca la barba de una semana, se plantea la posibilidad de rasurarse el día de hoy. Porqué no. El día se ha mostrado auspicioso desde su comienzo y este puede ser el signo de una nueva etapa. Nada como empezar de nueva cuenta: nuevo look, nueva personalidad, nueva vida. ¡Aaaah!..... se repite autocomplacido. Con subsecuente brío, se quita la camiseta (ha dejado de pasearse desnudo por su departamento, desde que la madre de los dos chiquillos mandó una carta a la administración del edificio, firmada por casi todos los condóminos, exhortando al individuo a que, ya que su departamento carecía de cortinas en casi todas las ventanas, al menos tuviera la dignidad de andar con ropa), y trabajando su gran corpulencia en el pequeñísimo espacio entre la regadera y el lavabo, se para frente al espejo, rastrillo en una mano, crema de afeitar en la otra, los brazos en jarras... pero mira... ¡cómo me parezco a Tuco, el feo de "El Bueno, el Malo y el Feo"!, se dice en voz alta, admirado. Silbando el tema de Ennio Morricone, afirma su postura separando las piernas y se mira a sí mismo de perfil. De pronto, en un rápido (aunque no tan gracioso) movimiento, ¡Bam! dispara una ráfaga de crema aerosol hacia su imágen. "When you have to shoot, shoot, don't talk", dice mientras con un soplido limpia la espuma de la lata. Satisfecho de su acción, decide que su aspecto le da mucha credibilidad como personaje de Western y decide que mejor no se va a rasurar.

Quizás sea un buen momento para seguir hablando de los signos de aquella mañana. El periódico no llegó, para empezar, y, aunque no un intelecutal, el personaje se jacta de ser un hombre enterado de lo que pasa en el mundo. Así hubiera leído, no en la primera plana, pero sí en la sección local, de la búsqueda de un peligroso fugitivo de la ley; alguien que había burlado a la policía al ser detenido la tarde anterior, bajo cargos de asalto a mano armada, robo de una joyería y ataque a una familia que pasaba por ahí paseando a su bebé en su carreola. Desgracia la de esta joven familia debida a las terribles coincidencias de la vida, pues el marido llevaba a su mujer al lugar, bajo el supuesto de cambiarle la pila a su reloj, cuando en cambio, la quería sorpender regalándole un hermoso collar con un pendiente de corazón, simbolizando el nacimiento de su primer hijo, un pequeño juniorcito que, a sus seis meses de vida, ya daba signos de una vida cómodamente privilegiada, manifestada por su elegante atuendo a la moda de los artistas de hoy: pantalón de pinzas, chaleco de grecas, chamarra de cuero y lentes oscuros, todo a escala ínfima de bebé. La carreola, un merecido equivalente de BMW, de esas de ancha llanta, luces, sombrilla y cualquier cosa que se le pudiese colgar. Un verdadero portento de carreola, aquel. Tanto, que al caminar por la banqueta la gente debía bajarse a la calle para que hubiera espacio suficiente para que pasara. Una de dos, o las banquetas de hoy en día no las diseñan para el confort de ciertos ciudadanos, o los vendedores de carreolas piensan que todos los padres del mundo viven en el siglo XIX, cuando las calles de la ciudad solían ser amplios boulevards, con espacio para paseantes, carreolas y carros tirados a caballo.

Pero en fin, que los signos estaban ya del lado contrario del el malhechor, quien tomó la equivocada decisión de salir a robar a media mañana, cuando sucede que hay más gente en la calle, y, al salir corriendo de la joyería, con la pistola en la mano, el botín en la otra, la máscara de luchador cubriéndole la cara, va y se tropieza de frente y con gran impulso, con la carreola y, consecuentemente, los atónitos padres que pasaban justo enfrente. En el revuelo, nadie supo bien qué hacer; la madre se puso a gritar, buscando al niño (ileso, hay que decir, gracias a la sorpresivamente firme estructura de metal del pequeño vehículo) bajo la carreola volteada, el padre caído encima de un charco, que mentaba madres por el daño a sus finos pantalones de marca, y el ladrón, boca arriba, máscara perdida, joyas desperdigadas por la banqueta, los pies enredados en el intricado laberinto de cuerdas, alambres, juguetes y sombrillas del aparato aquel. Muy poco tardó el tipo en darse cuenta que lo que tenía que hacer, era salir de esa situación rápidamente, así que, olvidando el botín y las imploraciones de la madre, se zafó como pudo de la carreola dándole  un fuerte empujón, tirando a todos otra vez (¡la puta madre!, decía el joven padre al darse cuenta de que esta vez, su fina chamarra italiana había sufrido un desgarro) y salió huyendo rápidamente por el primer callejón que encontró. Fue fácil  dar una buena descripción del asaltante, ya que eran muchos  los testigos y, sus rasgos, bastante fáciles de recordar: tipo alto, fornido, pelo medio largo y barba, pantalón negro, camisa a cuadros. La policía lo encontró cerca del lugar y fue detenido, pero pudo escabullirse nuevamente mientras lo tenían bajo custodia, gracias a la ineptitud del guardia en turno quien, creyendo que el tipo estaba honestamente perdiendo la circulación en las manos,  le quitó las esposas para ponérselas otra vez, pero resultó siendo abatido con gran facilidad de un simple codazo a la nariz, quedando tirado en el suelo, llorando la pérdida de su pistola y el dolor de una nariz fracturada.

El personaje se ha terminado de bañar y sigue silbando, ya no el tema de Morricone, sino uno más alegre, "Everybody needs somebody" de los Blues Brothers. Se decide en ponerse unos jeans negros pues siempre ha pensado que lo favorecen frente a las chicas del trabajo, aunque ellas a su vez, simplemente lo prefieren vestido de negro porque deja ver menos la mugre. Esta vez, los signos momentáneamente se le cruzan y, en vez de vestir una camisa blanca haciendo honor a Jake y Elwood Blues, recupera el ánimo cowboy de Sergio Leone y se decide por una camisa vaquera y poncho, en honor al Feo. ¡Qué lástima que ya no se usen sombreros, caray! se dice decepcionado.  Hoy es un buen día para poner películas de Clint Eastwood en la tienda, piensa. Las otras dos empleadas del video club, seguramente no estarán de acuerdo; siempre discutiendo con él pues ellas quieren poner cualquier video de sus ídolos musicales, mientras que él insiste en la vieja escuela y películas de la prehistoria (según ellas, claro, cuando la prehistoria empezó en los 60s y terminó a la hora de cambiar milenios).  Como buen personaje de la vida, termina esta escena cuando termina la música en su cabeza, sale de su departamento, cierra con llave la puerta, saluda a la niña que lo espera en el pasillo sentada en su triciclo y quien le ofrece la paleta que se acaba de sacar de la boca. Gracias, ya desayuné, le dice mientras se acuclilla a su lado. Tienen una linda relación, esos dos, aunque tiene que ser siempre a puerta cerrada, ya que la madre la reprende siempre que la ve hablando con él; ¡Ya estás otra vez hablando con el pervertido ese! le grita cada vez. Y ellos se ríen en su complicidad, pues muy a pesar de la perenne animosidad de su vecina, al personaje le gusta mucho hablar con la pequeña; de la vida, de películas, de sus mutuas historias tejidas con muñecos y juguetes viejos, aventuras cuyos escenarios caben en un angosto corredor y cuyos extras son las plantas y las macetas y alguno que otro gato despistado. ¿Quieres un chocolate? le dice la niña y le ofrece una enorme barra Hershey's. Ayer fui a una fiesta y mi mamá dice que tengo dulces para aventar para arriba; en vez de aventarlos, mejor se los voy a ir dando a la gente que me encuentre. No hay sentido más común, que el de los niños, piensa el personaje mientras guarda el chocolate en el bolsillo de atrás del pantalón. Y con esta máxima oída en su voz en off, sale a la calle.

¿Quién sabe algo de este individuo? ¿Quién lo conoce?. Aunque la gente siempre lo ha mirado con recelo y desconfianza, por su aspecto de entre vagabundo y loco excéntrico, nadie ha podido nunca echarle ninguna falta, salvo quizás sus tendencias nudistas, que, hay que aclarar, siempre se han limitado a su vivienda propia. El es un hombre que va a hablar con cualquiera que quiera hablar con él y puede ayudar a quien se lo pida. Los clientes del video club lo pueden corroborar; saben que siempre va a ayudarlos a encontrar lo que buscan, les hará oportunas sugerencias (que poca gente toma, ya que sus recomendaciones caen siempre en la categoría de "obscuras rarezas del cine independiente, mudo y casi siempre en blanco y negro") y, aunque callado, siempre ha sido afable, al grado incluso de, por momentos, llegar a esbozar algo parecido a una sonrisa... o al menos eso parece, cuando la barba es más corta o hay niños cerca. Y niños, es lo que más le gusta ver, por eso, hoy se desvía un poco del camino tan solo para pasar por un parque, donde cada mañana, los grupos de chiquillos que aún no van a la escuela, son congregados por sus madres y nanas alrededor de los juegos, en los jardines, junto a la fuente.

Dias propicios para Westerns pueden también ser dias propicios para calamidades. No podemos dejarnos engañar por falsas señales, como por ejemplo, un cielo azul y despejado no quiere decir que no pueda haber tormenta en el horizonte; las campanitas del carro de paletas, siempre sinónimo de alegría y bienestar, pueden sonar aún cuando cerca hay un enfermo en casa, o un moribundo en el hospital; las risas despreocupadas de los niños, no le quitan a sus padres las angustias y los miedos. Menos aún cuando la sensación de inseguridad es reciente. Una madre platica sobre esto, por enésima vez, con un nuevo grupo de vecinas. Lleva en esto desde ayer, hablando hasta por los codos, repitiendo la historia con pelos y señales hasta el grado de exagerarla, como bien ocurre en estas circunstancias, con serias amenazas de muerte, armas disparadas, desmayos oportunos, sirenas de ambulancias, huesos rotos, sangre derramada, lesiones de por vida, mientras que, sin reparar en las mendacidades del sucio mundo que lo rodea, el nene se entretiene sentadito sobre una manta en el pasto, intercambiando con otro igual que él, sonajitas y otros juguetes sobre los que toman turnos para metérselos a la boca, asegurándose que no son comestibles. Una madre levanta la vista y ve a un hombre acercarse al parque. El hombre compra en el puesto de la esquina algo que parece una revista, comic, o algo parecido. La hojea por unos momentos y luego se dirige hacia los juegos. Contempla por un rato el ir y venir de resbaladillas, ruedas, sube y bajas y changueras. Se sienta en una banca y se quita el poncho (¿quién entiende estos días de frio y calor al mismo tiempo?) dejando a un lado su revista. La otra madre ya lo ha visto y, boquiabierta, se lleva la mano al pecho. Todos se han dado cuenta de lo que ella ve y, entonces, alguien toma la iniciativa y sale con apuro hacia la calle, buscando un policía. Sudando frio, las que se quedan se apuran a recoger del suelo a los bebés, apretándolos hacia sí, como protegiéndolos de un cielo que se empieza a derrumbar. De un lado del parque, un policía corre siguiendo a una mujer que señala, no con el dedo solamente, sino con todo el brazo, con todo su cuerpo, hacia los juegos;  Del otro lado, un chiquillo en un triciclo se para a cierta distancia de un hombre en una banca. Los dos se miran sin decir nada, midiéndose como los cowboys antes de sacar sus armas en un duelo del viejo oeste. El policía llega hasta el grupo de personas que, unas encima de otras, se quitan la palabra, exigen, suplican, lo jalonean llenas de pánico. El oficial, indeciso, pone su mano sobre la pistola que lleva en el cinto. A lo lejos, el niño finalmente se decide hacer el primer movimiento y, con mucha calma, saca del bolsillo de su pantalón un enorme dulce envuelto en papel de colores y se lo ofrece al hombre. El personaje de la banca sonríe, pues conoce muy bien los signos y sabe que éste será un duelo a muerte. Lentamente, se lleva la mano al bolsillo de atrás del pantalón....

La vida está llena de elementos indiscutiblemente sorpresivos y, como tales, muchas veces éstos caen en la categoría de maravillosas coincidencias. Tirado en el suelo, nuestro personaje siente estar representando el final trágico de una película: una mancha de sangre esparciéndose lentamente bajo su enorme cuerpo, movimientos abruptos a su alrededor, gente que grita, niños arrastrados lejos de la escena, morbosos que se reúnen fascinados alrededor. La música cesó. El policía se acerca temeroso. Nunca le ha disparado a nadie; él mismo no entiende qué lo orilló a reaccionar de tal manera, en una cuestión de segundos. Lleva su mirada a la mano del hombre, quien todavía sostiene una barra de chocolate Hershey's. El personaje parece que quiere decir algo, pero éste no logra entenderlo. Mirando al cielo, finalmente ve lo signos; algunas nubes se concentran oscureciendo un poco el día. Se ríe y busca los ojos del policía: "Cuando tengas que disparar, no hables, dispara"


miércoles, 6 de abril de 2011

Breve historia en un café.

Al encontrarse sentada, sola, rodeada de sillas, mesas, vasos desechables con café, se dio cuenta que hacía mucho, tal vez horas, que él se había ido. Como despertando de un sueño, se reacomoda en el sillón y mira discretamente a su alrededor; -Si me quedé dormida....¿se habrá dado cuenta la gente?-, pero nadie la está viendo, los clientes habituales continúan con sus rutinas habituales, criaturas sociales que, sin embargo, viven en sus propios capullos, cubículos sin paredes donde lo único que necesitan es una laptop y un vaso desechable con café.

María, sentada sola, sin una laptop, toma su vaso y se cerciora de que su café con leche ya está frio; desde hace rato, ya.... ¿cuánto?. Afuera, sigue nublado; no hay manerta de saber si el sol a mudado de dirección. Mira el reloj de la pared pero es como si estuviera inscrito en caracteres incomprensibles; no puede leer la hora. No importa. Hace tiempo que su reloj se detuvo, cuando Gabriel le dio la noticia, inesperada, que la metió en una especie de trance temporal. Sin embargo, recuerda con absoluta nitidez su voz hablándole, explicándole lo que había de pasar y cómo no había manera de evitarlo.

Se escucha música en el café; típicas canciones para acompañar pensamientos sin interrumpirlos. Maria se percata de que, todo este tiempo, la música no ha dejado de sonar. Sin embargo, hasta hace solo un momento, sus oídos estaban bloqueados, como cuando sumergimos la cabeza bajo el agua. Sus ojos inclusive, dejaron de mirar. Un océano gris oscuro, parecía, la había cubierto lentamente; tan solo las palabras de él repitiéndose como el eco de un sonar submarino: -me voy- -me los llevo- -me largo- -sin despedidas- -nos vamos- -te dejo- -olvídanos-

En otro sueño, uno no tan lejano, un hombre fantástico, usando alguna magia inconcebible, la tomó en sus musculosos brazos, como un halcón que toma con sus garras a un indefenso conejo, y se la llevó lejos, hasta su nido en lo alto de una peligrosa y empinada montaña. Ahi, el tiempo también se detuvo, por días y noches donde, jugando al amor y la pasión sin frenos, la luna permaneció brillando sobre los amantes, ajenos e impermeables a los frios vientos danando a su alrededor. Pero una mañana, un tenue rayo de sol le disipó la niebla en sus ojos y, en cambio, la llenó de una culpa infinita. Asustada, bajó como pudo la montaña, sin importarle caer al vacíio; un solo pensamiento en su cabeza: mis hijos.

Gabriel detiene su auto afuera del café. Apaga el motor y mira el reloj digital: las 9:35. Han pasado tres semanas y, pese a haber estudiado su discurso hasta memorizarlo casi, siente sus fuerzas flaquear y su determinación pendiente de un hilo. La mano aún en las llaves y el encendido, piensa en que aún es tiempo de echar marcha atrás, volver el camino andado, regresar a la madriguera. Inconscientemente mira hacia atrás, esperando no haya nada que bloquée su salida del estacionamiento, pero su mirada se detiene en las dos sillas de bebé amarradas al asiento trasero. Suspira y algo adentro del pecho le duele entrañablemente. Busca valor an algún lugar, lejos del corazón pues sabe que éste, le indicaría otro curso. Son las 9:38 pero siente que ha estado ahi afuera, sentado dentro del coche, por más de una hora. Pensando en que no hacerlo sólamente impedirá que su vida continúe avanzando, sale del coche y entra al café.

María se ha puesto bella, hoy; siempre lo ha sido. Incluso cuando no ha dormido por días enteros, sus ojos, su piel, radían una belleza contundente; es como si todo su ser se hubirea estado preparando para una lucha, una hazaña herculiana. Sabe que la balanza no se inclina a su favor, pero confía en que su esencia, el único y mayor poder que tiene, podrá amedrentar cualquier bestia, cualquier horror, cualquier desorden natural. Mira a su alrededor y se pregunta cuántas de esas personas estarán viviendo también un momento crucial, ahi, silenciosos, tomando café, tecleando en sus laptops; ¿habrán sido ellos también, en algún momento, presas de un ave rapaz, de un predador inevitable?. No importa, se dice. Sólo el capullo seguro de mi familia importa. El resto es, o pertenecer a una maquinaria inquebrantable, o perecer, tirarse al vacío, sucumbitr a la penumbra.

Cae la tarde en un camino largo. Detrás se escucha una vocecita: -papá, ¿qué horas son?-. El ve el reloj del coche: -las 19:30, o sea, las siete y media-. Convencido, el niño se acomoda en su silla y, abrazando un pequeño conejo de peluche, comienza a dormitar. Al lado, su hermanita duerme tranquila. Gabriel conduce por una larga carretera hacia el oeste, la determinación firme en su rostro. Lejos, en un café casi vacío, una mujer continúa sentada en un sillón, viendo al vacío, como hipnotizada. Son las 10:00 de la noche y nadie se atreve a decirle que tienen que cerrar; tan extraña y bella al mismo tiempo es la imagen de ella, como una estatua representando una pena enorme, dificil de descifrar pero fácil de entender.

jueves, 31 de marzo de 2011

Crónicas de los hijos: El tiempo es de ellos

Es impresionante cómo los hijos dominan cada minuto de tu vida, incluso los que pertenecen a las vacacones. Es más, creo que en tales fechas es incluso peor, pues ahora todo lo que tienen es tiempo libre que ocupan en, industriosamente, encontrar el peor momento del dia para que los lleves a algún lado, para avisarte que en cinco minutos van a aparecerse como 10 adolescentes a tu casa, para que los lleves a comprar el particular artículo chatarrezco de comida, para que los lleves a comprar una camiseta que absoluta y categóricamente tienen que poseer en ese momento preciso y otras tantas actividades que no pueden esperar a que: termines de bañarte, de escribir y contestar numerosos emails, de practicar tu música, o de siquiera terminar de dormir una siesta. Porque claro, ellos estarán de vacaciones, pero una todavía tiene que levantarse temprano y hacer la vida regular, de manera que para las 3:00 de la tarde, después de llevar despiertos como una hora y ya estar absolutamente aburtridos, les parece suficientemente válido que uno deje todo lo que está haciendo (aquí se incluye un pequeño clip en donde yo estoy en el proceso de meter una carga de ropa a la lavadora y sacar otra de la sacadora, al mismo tiempo que mi hijo de 13, me dice que si lo puedo llevar a la casa de Fulano y que tiene que ser justo en ese momento porque lo están esperando y además que le de dinero para que pase a Subway a comprarse un sandwich) y se ocupe exclusivamente de ellos.

Lo más divertido es cuando no entienden el sarcasmo:
El: Oye, pero tienes que venir por mí antes de las 5 porque después voy a casa de Giselle.
Yo: Ah, perfecto. Como no tengo nada que hacer, mejor me espero aquí afuera a que termines con el primero y, cuando estés listo, te llevo a tu segunda cita....
El: OK.

O cuando solitos se tiran de cabeza:
El: ¡Ah! por cierto, ¿al rato me puedes llevar a la casa de Finkle? porque tiene una fiesta.
Yo: ¿Quién? ¿fiesta? ¿dónde vive? ¿quién va a ir? ¿va a haber papás?
El: ¡Por dios mamá!, ¿es que nunca puedes confiar en mí? ¡Siempre asumiendo que vamos a estar haciendo cosas horribles! ¡Tú sabes que yo me porto bien y nunca hago nada que no debo!
Yo: Uta..... pues eso espero.
[breve pausa]
El: Oye mamá, ¿podemos pasar a la tienda para que me compres un six-pack?

Incluso mi hija menor, de tan solo ocho, ya está entendiendo que esto del tiempo de ocio es algo que tengo que manejarle como si fuera yo la maestra en Relaciones Públicas de la empresa más cotizada. Nada más clarea el día y ya está al lado de mi cama preguntando qué va a hacer hoy, qué plan le tengo preparado, qué le voy a dar de desayunar y de cuántas maneras voy a sacarla del aburrimiento en el que caerá irremediablemente cada media hora. Lo peor es que no entiende sutilezas, pues ya intenté de miles de maneras, de pasarle este claro mensaje: "No me voy a levantar porque tengo ganas de no hacer absolutamente nada hoy, así que voy dormir todo el dia si se me antoja, y después, voy a tomarme todo el tiempo del mundo en desayunar y leer, así que si te aburres, ahi ves cómo te las arreglas pues ese no es ni será mi problema en tanto dure la vacación".  Acto seguido, el pequeño bultito aburrido se sienta casi encima de mí en la cama y dice, ajena a todo mi discurso: "mamá, tengo hambre..... ¿me haces pan francés?"

Es por estas cosas que tantas familias deciden pasar las vacaciones en el Club Med, o en el hotel todo-incluído donde hay club de niños y los mantienen todo el día ocupados con numerosas actividades. Pero mis hijos son por naturaleza torturadores (sin mencionar además excesivamente  huevones) y decidieron hace varios años que, eso del club infantil, es un concepto horrible e inútil y que, para ellos, la diversión está en dormir hasta el mediodía y después tirarse a ver la tele o pelearse con el hermano o hermana más cercano. Yo entonces me siento a ver a las otras familias, cómo los padres se acuestan en la playa por horas a leer, o están desde temprano depositando a sus hijitos en la fila con los otros niños, entusiasmandos todos por el plan del día, o cómo pasan por la alberca o la cancha de volleyball donde encuentran a alguno de los chicos y los saludan de lejos "¿Te la estás pasando bien Pablito?" y el vástago contesta "¡genial, mami! ¡al rato vamos a jugar a la búsqueda del tesoro!", y yo  me pregunto qué chingados habré hecho mal y en qué momento de la crianza de mis hijos se les descompuso el chip de la "diversión para grandes y chicos" que tanto nos anuncian por cuanto medio publicitario se tope uno.

Claro que, pensándolo bien, nosotros como padres nunca nos hemos compramos el chip mencionado.... Hemos preferido siempre marchar por nuestro propio batir del tambor y hacer lo que se nos ocurre imprevistamente ese dia. El problema es que es fatigosamente dificil manejar tanto caos colectivo y, por eso, desde ahora me declaro enemiga perpetua de las vacaciones. El día que realmente quiera pasármela bien y tranquila, agarro y me voy yo sola a donde sea. No tiene siquiera que ser un lugar lejos, siempre y cuando no me despierte nadie ni tenga yo que sacarlos de la cama para forzarlos a salir a divertirse como los demás.

Y es que, realmente..... ¿quién quiere ser como los demás?
Y bueno.... a veces, yo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Tarde fría.

Las penas atacan a los sumisos, por su corte inapeteciblemente fino y esquivo.
Los columpios de sus sueños se dejan empujar por el aire, en silenciosos terrenos baldíos.

Tal vez el sonido de tu voz se sienta amplificado por tanto espacio externo, por tanto vacío,
pero es un hecho que los perros buscan también ese rincón
para estar contigo, aunque esté todo tan frío.

Vamos por la calle, mano a mano, despiertos e inconstantes nuestros pasos
casi nadie pide ayuda, entonces yo te pido que te detengas, pues algo no está bien.
La sombra de la noche comienza su danza airosa. Es demasiado tarde ya
y yo te miro y me miro en tu rostro, tus gestos que descifro pero no me consuelan.

Las penas son muchas y el aire retiene el asfalto y su melancolía

jueves, 17 de marzo de 2011

La vaca ligera

Para empezar, una pequeña nota:
Por ahi del año de 1994, me dio por tomar un curso de escritura. Vivíamos entonces en el D.F. y no sabíamos que el futuro nos iba a mandar a dar de brincos de un lado al otro, cruzando la frontera norte un par de veces para finalmente establecernos en tierras yankees (o yanquis, diríamos en correcto castellano). Epoca aquella de nuevas empresas, pues nuestro matrimonio era aún muy joven, pensaba yo que algún día tal vez sería yo autora, contadora de historias o, simplemente, escribidora de palabras. Es fácil imaginarse siguiendo una vereda creativa cuando uno no ha tenido hijos o ha tenido que dedicarse por completo a construir casa en los distintos puertos que nos ha tocado habitar. Mi vida desde entonces se volvió el relleno del sandwich (o torta, si a mexicanismos nos vamos) cuya cubierta superior está empezando a formarse por medio de éste blog y la inferior, la de abajo, la que espero no se haya aguadado  mucho tras tantos años de estar ahi, sosteniendo semejantes rebanadas de historia doméstica, la comprenden aquellos textos que empecé a escribir desde niña y terminaron en aquel taller de invención literaria. 
Es de esos tiempos, esta historia que rescaté de un viaje que hicimos a Veracruz con mi papá, poco antes de irme de México por primera vez, en donde nos llevó a visitar a su joven amigo José Angel Gutierrez y Tere, su esposa, ahi en su modesta casita de un modesto pueblito de ya ni me acuerdo qué zona llanera. José Angel es un estupendo músico, requintero, uno de los más jóvenes de los muchos hijos de un acomodado ranchero de por ahi por los Tuxtlas, y es además un estupendo cuenta-historias. Los jarochos son como los irlandeses: todos tienen siempre mil historias que contar, y esa tarde, después de compartir con nosotros su escasa comida y bebida, sentados en las únicas cuatro sillas que tenían, viendo ponerse el sol en el horizonte, José Angel nos deleitó con varios cuentos, leyendas, chismes que corrían, anécdotas, durante horas. Es difícil saber qué tantas eran inventadas y qué tantas realmente habían ocurrido, siendo que su familia era de aquellas de las cuales se nutren los modernos escritores de telenovelas; pero aquí les dejo una que forma parte del enorme volumen de leyendas que componen la tradición lírica de Veracruz y que pasé al papel en algún momento de abril de 1994.



Era una noche fresca en un rancho de Tres Zapotes, muy cerca de los Tuxtlas en Veracruz. Habíamos comido, bebido unos cuantos toritos y comenzado a cantar unos cuantos sones, cuando notamos a lo lejos ruidos sordos, como un ulular que podíamos identificar como animal. "¿Qué es ese ruido?" nos preguntamos inquietos los chilangos. "¿Eso?, es la vaca ligera que sale de noche a recordarle a los rancheros su presencia", nos respondió José Angel, a quien inmediatamente le pedimos una explicación más a fondo de su respuesta. Nos dijo entonces que, por esos rumbos, en la hacienda del Horcón, hay una vaca ligera que dicen que la regala su dueño, el hacendado don José Julián Rivera; pero es hoy día que nadie, ni siquiera el más diestro de los vaqueros, la ha podido agarrar. Unos dicen que es un fantasma, otros que una mujer embrujada, pero lo que es cierto es que ella sigue ahi, libre y causándole enojos al mentado don Julián, quien la padecerá hasta que se muera.

Y nos dice pues José Angel que la historia empezó cuando, una noche, en los portales de Veracruz, Arcadio Amador (amigo personal del mencionado hacendado) vio a una mujer que le pareció conocida. En medio de la borrachera, se acercó al grupo de hombres que estaban acompañados de varias "malas" mujeres, (de esas que salen solas de noche) y reconoció en una de ellas el rostro de Inés Adriana, esposa de Julián. Aunque de una forma y color extraño, detalle por el cual culpaba a la cantidad de alcohol ingerido, a Arcadio no le cupo la menor duda de que se trataba de ella. Temprano a la mañana siguiente, se dirigió a la hacienda a confesarle a su amigo su hallazgo, pero éste no le quiso creer, arguyendo que de, de noche, nadie sale de la hacienda, cerrada a cal y canto; mucho menos su  mujer a quien mantenía ahi encerrada desde que se la llevó a vivir con él. Al insistirle, José Julián accedió a que esa misma noche, escondido en el ropero, su amigo espiara a Inés Adriana y se cerciorara de que no saliera de su habitación.
Llegada la noche y como de costumbre, la sumisa esposa enviaba a dormir a su marido tras haberlo obsequiado con un té de su preparación, que lo pondría a dormir hasta el día siguiente. Entró a su cuarto, encendió el quinqué y, despreocupada, comenzó a desvestirse. Prenda por prenda, parsimoniosamente, la hermosa mujer fue quedando desnuda, mientras que tras una rendija del ropero, Arcadio Amador, inmóvil, presenciaba un espectáculo que no hubiera creído ni por todos los brujos de Catemaco juntos. Pero eso no fue todo. De pie y muy delicadamente, la mujer entonces comenzó, empezando por la punta de los dedos de los pies, a quitarse la piel; poco a poco, subiendo por las rodillas, siguiendo por las caderas, la espalda, el vientre, el pecho, los brazos y por último, la cabeza, la mujer fue quedando en carne viva, encendida. Con mucho cuidado dobló su piel y la colocó sobre el buró.
No repuesto aún por la impresión de semejante imagen, sufrió Arcadio una más al ver a la mujer súbitamente convertirse en Arbolaria. Ante sus ojos se hallaba la transformación de la bella mujer en enorme pájaro, que al batir sus alas emitía un sonido siniestro, inimaginable. La criatura entonces, saltó a través de la ventana y brincó de árbol en árbol (de ahí su nombre) hacia su noche de libertad, rumbo a los portales de Veracruz.
Aturdido, corrió Arcadio a despertar a su amigo y contarle las terribles imágenes que había presenciado. Viendo que éste se mantenía obstinado en no creerle, lo llevó a la habitación de su esposa y le mostró la prueba fehaciente: la piel, que ahi seguía, dobladita en el buró. Hinchado en rabia y sintiéndose intensamente traicionado, el hacendado gritó, manoteó y por último, ordenó a su amigo: "¡Vete a buscar a Bartoldo, Ataúlfo y Candelario. Les pides dos kilos de sal gruesa y que se vengan para acá inmediatamente!". De vuelta los cuatro, comenzaron a esparcir la sal por todo el interior de la piel, volviéndola a dejar nuevamente en su sitio. José Julián distribuyó entonces a los otros tres afuera de la habitación, fue por su rifle y su pistola, le dio a Arcadio una escopeta y, juntos, se escondieron nuevamente en el ropero.
De vuelta la susodicha, feliz y cansada por las candentes experiencias vividas esa noche, Inés Adriana se dispuso a meterse nuevamente en su piel, pero al primer contacto de la sal con su carne viva, ésta soltó un chillido agudo, inhumano, mientras se retorcía cambiando de imagen constantemente: mujer, arbolaria, mujer, arbolaria, una y otra vez. El infamado esposo salió del ropero y descargó su revólver sobre la mujer, pero ésta no se moría. Dispararon entonces los otros rifles, escopetas, sacaron cuchillos, machetes, palos, hasta el quinqué.... pero la criatura no sucumbía; al contrario, comenzó a sufrir otra transformación. Entre gritos, aleteos y contorsiones, la mujer adquirió la apariencia de una vaca quien, embravecida, se abrió paso hacia afuera. Hasta ahí la siguieron los cinco hombres, quienes tomando turnos, intentaron lazarla. Haciendo gala de gran destreza y siendo todos estupendos lazadores, arremetieron contra el animal, causándole a éste caídas, arrastradas, magulladuras y sufriendo infinidad de cuerdas reventadas. Incluso Arcadio y José Julián, ambos famosos en el rumbo por su habilidad con el lazo, sucumbieron ante la bravura del animal, quien por su parte, se divertía riendo, llegando incluso a atravesar a los hombres, cual vapor o neblina del monte.
Desde ese día, cientos de vaqueros, arrieros, lazadores, curiosos y uno que otro loco, han intentado, sin suerte, agarrar a la vaca de don Julián, que ahí sigue, apareciéndosele de pronto a su marido para causarle enojos y otras, riendo feliz por su libertad adquirida.

Cuando José Angel terminó de contar su historia, permanecimos un rato en silencio, escuchando al viento cantar. De pronto, los acordes de una jarana se dejaron oir y la voz del Negro voló por la noche, cantando un verso del Toro Zacamandú que versa así:

En la hacienda del Horcón
Ahí 'stá una vaca ligera
que dicen que la regala
¡Ay! que dicen que la regala
don José Julián Rivera

¡Ay! nomás, nomás.....

jueves, 10 de marzo de 2011

Un día en su historia

Desde la noche, a mitad del sueño, ya su cabeza no para de pensar. Las angustias no descansan y el tiempo, que despiertos se nos escapa como arena de las manos, en la noche se expande como chicle y se pega a las paredes del cerebro, ocasionando a veces sueños engomados, sucesiones exttrañas de eventos que se mezclaron sin orden alguno o aparente. Esas son las noches que nos agotan y, para colmo, al clarear el alba, tiene la costumbre de encontrar resquicios por donde colarse, la canija angustia... Así que se levanta, cansada, pensando en dónde anotar la lista de cosas que tiene pendientes, pero no hay nada a la mano, ni un pedazo de papel, ni un lápiz. Un miedo incipiente le recorre el cuerpo; es el miedo de no encontrar, en las próximas horas, un tiempo específico para hacer algo. Ese algo que le da validez a su existencia.

Pero ahora no hay tiempo para perder con tal tipo de preocupaciones. En este momento y desde que sonó la alarma del reloj, su trabajo ha comenzado y la primera fase del día debe cumplirse, pronta, efectivamente.  Los niños despiertan, el marido se va, la mente repasa la lista de cosas que no hubo tiempo de discutir con él la noche anterior y se da cuenta, con cierto horror, que los plazos se acercan, que hay que tomar decisiones, pagar dineros, decidir futuros.... y que todo esto se va a convertir en otro peso más que acarrear durante el día. Porque va a tener que dedicarle tiempo a pensar en ello, a buscar la respuesta, el dinero y la decisión a tomar, antes que termine el día. Decisiones, todas, que al tener que ser tomadas unilateralmente, se van a tener que ver en algún momento juzgadas, escrutinadas, criticadas y, finalmente, no hay de otra, aceptadas. Incluso las erróneas.
Encontrando en su mente un cajón medio vacío, mete este último paquetito y lo marca con un "post-it" mental, tan sólo para que no se le olvide que ahí está. Los siguientes minutos son absorbidos por acciones rutinarias, desayunos, platos, limpiar, recoger, ver el calendario cuatro veces, el menú del lunch otras tantas, preparar la lonchera, apurar al niño, y todo, bajo el peso de tratar de hacer lo posible por nutrir de alguna manera a aquellas criaturas bajo su responsabilidad; o al menos de pasarles la lección verbal, como todos los dias, de lo que se debe de comer, de los porqués, de lo importante. Saca vitaminas, la medicina del día, el chocho de la gripa, y sermonea y da lecciones de vida sin parar, pues sabe que a estas alturas no se les puede obligar a comer nada, a vivir su vida de ninguna manera, a que se pongan un suéter, a que estudien y se preparen como si fuera lo único que importara en la vida. A estas alturas, tan solo aspira a que sus palabras sean de algún modo absorbidas y almacenadas, también por ahi adentro, en algún cajón.

El día clarea un poco más y la casa se encuentra de pronto sola. Ella trata de salir bajo cualquier pretexto, pues sabe que si se queda, el hoyo negro que es el cuidado de su casa, irremediablemente se la va a tragar y entonces no tendrá más remedio que dedicarle otro eterno par de horas, a labores tediosamente domésticas.  El escenario es escalofriante, por el peligro que representa; el peligro de malgastar minutos, horas, su vida entera, en hacer que su casa se vea bien... maldiciendo en voz baja a todas esas mujeres que sí salen y se van a trabajar todo el día, y reciben un sueldo y son respetadas por la sociedad; el peligro de enfrentarse con esta realidad y sucumbir al deprimente peso de su injusta calificación universal; el verse así, expuesta hacia sí misma, día tras día, año tras año, su reflejo en el espejo acusándola constantemente: -y todo lo que pudieras haber sido....-. Hay veces que el prospecto de semejante batalla consigo misma es tan pesado, que mejor se postra en el sillón, enciende la televisión y se deja ir.... como el adicto con su heroína, dejando que su mente se vacíe de todo pensamiento, sucumbiendo al sueño del que está despierto haciendo nada. A veces incluso, quedándose dormida. Y así pasan, más minutos y más horas, pero ya no importa porque ella ya no está ahi, en su casa; está en un limbo momentáneo, permitiendo que su ser reestablezca algo de la energía perdida durante la noche, y el día anterior, y la semana completa, y......

Los días que sale suelen ser mejores, si tan solo por el simple hecho de sentir que hay un propósito en su ir y venir. -Si trabajara, definitivamente lo haría fuera de mi casa- se dice a menudo a sí misma. No que importe, porque la realidad nos avienta los prospectos sin previo aviso, rotundamente específicos y sin posibilidad de modificación. Pero es parte de su naturaleza eso de soñar despierta y entonces imagina que todo lo que su artista interior ve, todas esas imágenes que se le atraviesan de vez en cuando, cuando la luz y el ángulo son perfectos, todas esas líneas que piensa cuando en su mente hay paz, que se forman a veces como canciones y otras como tratados sobre cosas que la mueven a opinar apasionadamente, esas notas que se despegan del chicle mental y se acomodan, asombrosamente, en un orden casi perfecto y le incitan a tararear, melodía y armonía al mismo tiempo, los planos detallados y bien trazados del futuro de sus hijos, todas esas cosas que ve entonces, imagina que son parte de un libro, su libro, su creación; algo que es tan hermoso que merece  ser visto y compartido por cientos, miles, millones de personas. Y entonces ya su vida tuvo sentido. Entonces ya pagó su deuda con el cosmos y su lugar en él y contribuyó, consecuentemente, desde su propio material y calidad humanos. En días así, suele sonreir, sola en el coche, imaginando qué grato sería el ser, así reconocida, como las heroínas silenciosas de la historia; aquellas que han hecho y formado belleza, en personas y en cosas, las que han nutrido y fertilizado cambios, bienestar, sobrevivientes, las que han hecho a los hombres cambiar de opinión y no tener más miedo unos de otros.

El día transcurre en sus tonos de previsible normalidad. El paso por el gym, incorporado en su rutina por forzada necesidad de envejecer de manera graciosa, le recuerda que, en esto de no ir reglamentariamente a trabajar como el resto de los mortales, no está sola. El lugar está lleno de mujeres de todas edades y algunos hombres, que se ve no sufren del stress que se percibe fácilmente en los rostros de mareas de seres anónimos, trajeados, apurados, que llenan los trenes a la ciudad a temprana hora de la mañana. A esta hora, se percibe una calma relajada desde los autómatas en sus máquinas, como si estuvieran ahí más por matar el aburrimiento que por necesidad. Salvo por los frenéticos obsesos que hacen spinning, la atmósfera es tan blanda e inapetecible como los programas de tele que pasan a esas horas. Pero es un buen lugar para leer; sentada en su bicicleta, con audífonos que usa para callar el ruido externo, más que para oir música, ella se desplaza por colinas verdes, rodeada de árboles, el tenue olor del mar a la distancia.... y lee y ahora camina por las calles de Moscú, por la costa sur de Japón, por la Habana y la ciudad de México. La fantasía dura lo que tarda en comenzar a sudar. Como media hora o cuarentaycinco minutos. Después, la música la lleva a bloquear imágenes externas y enfocarse en su propio cuerpo y su elasticidad. En sus músculos y el fluir de su respiración, como cuando hace yoga. Pero siempre tiene que irse otra vez, porque la férrea estructura del día insiste en partirse cuando el sol está más en lo alto, los pendientes agolpándose en la entrada de su conciencia, sonando alarmas y recordándole que no, por ningún motivo, se le puede olvidar hacer lo que, curiosamente, se le acababa de olvidar.

Si hay una hora que se pudiera evitar, sería la tarde. Como a las 4:00. Hora funesta, donde se deja asomar trágicamente el fin del día y ella está, como todas las tardes, anclada a su coche, amarrada al volante como con esposas. El movimiento de sus tripas le recuerda que no tuvo tiempo de comer... o se le olvidó, por ahi entre sentarse a tratar de escribir, organizar sus cosas, estudiar, leer, practicar. Pero ya no importa, claro. ¿Cómo va a importar?. El día ya no es suyo, si es que alguna vez lo fue. Ahora es de los otros, de los que necesitan cosas, los que se chupan tu tiempo, tu interés, tu empatía, tus conocimientos, tu habilidad para remendar lo roto, tu memoria, tu absoluta incondicionalidad. Ella dormita en la sala de espera, en el coche, en los dos segundos antes de que suene la alarma que le recuerda que tiene que recoger a su hija de la escuela. Es inútil. Se fue. El día está perdido por completo para ella, quien todavía necesita sacar fuerzas de sus reservas casi vacías, para preparar alimentos y ponerlos en la mesa, ritual de familia que, afortunadamente, le recuerda que esto que hay sobre y alrededor de esa mesa, es obra suya y, aunque a veces fallida, es fundamentalmente una labor de amor. Prudentemente, estos pensamientos la relajan un poco. Si alguna cosa, sus hijos podrán algún día hablar sobre la comida que les preparaba su madre y a veces su padre; sobre lo buenos y malos que eran ciertos guisos y sobre el poder de la conversación. El poder de sus palabras, que a veces hiere... pero otras, nos torna dulces. Ella ve ocurrir estas cosas como una película en cámara rápida, donde las mesas, las sillas, los comedores, los platos y las personas, van cambiando con el paso del tiempo. Sabe que la película continuará, en sucesivos cambios de escenografía y actores, pero siempre la misma escena. Y eso es su vida, hasta ahora. Esta película, que no es su libro pero es otra cosa. La certeza de que somos el cosmos y la existencia efímeros cometas.

Como siempre en las noches, trata de que no la invada el sueño; ¿cómo desperdiciar estos momentos de total falta de trabajo y actividad?. Ya checó tarjeta. Ya acabó y ahora quiere salir a jugar... pero es de noche y, además, está terriblemente cansada. Sin embargo logra, a fuerza de pura necedad, salir al recreo, el suyo; al lugar donde sabe que hay otros que gozan lo que ella y se permiten desvelarse juntos, fuera de sus casas y sus responsabilidades. Almas de niños cansados que todavía pueden echarse una última vez de la resbaladilla y que, alegremente, esa termina siendo la mejor de todas, cuando el cuerpo se deja ir, libre y cerramos los ojos para que la sensación nos envuelva desde todos los frentes. Esas noches, al llegar a casa, no puede dormir porque su ser fue inyectado por esa buena dosis de vida. Entonces se sienta, en la silenciosa soledad del sillón y la televisión, pensando en qué haría, qué cosas sería capaz de crear, si el día tuviera más horas. ¿Lograría escribir su magnus opus?, ¿intentaría salir de casa y atacar las fallas del mundo una por una?, ¿buscaría quién la empleara para usar su tiempo en algo aparentemente importante y necesario, so pretexto de recibir un cheque a fin de mes?. Pensar en dinero la deja callada y melancólica. Desgraciadamente, ella no lo tiene. Por años, su moneda ha sido su dedicación hacia los demás. Su modo de comercio, el trueque. Su cuenta de banco, una caja enorme llena tan solo de recuerdos, viejas fotos, escritos, dibujos, cuadernos y exámenes, dientes de leche, mechones de pelo, figuritas del árbol de navidad, películas caseras, cartas de amor y cartas a Santa Claus, viejos recibos, letras de canciones, una guitarra, la voz de sus padres.
En la infinita soledad de su almohada, se pregunta si ella es rica, o tan solo un objeto más en aquella colección.

jueves, 3 de marzo de 2011

Desde su sueño

...y cuando abrió los ojos, el momento había pasado.
¡Qué breve es el gozo!, qué breve el sueño de la mujer que es muchas,
miles de partículas que forman su imaginación desbordante.

Cuando se da cuenta, el mundo fuera de su espacio es extrañamente plano,
unidimensional y bicolor. Como una fotografía en tonos sepia.
Sin embargo su corazón palpita fuerte y su cuerpo aún siente la mar agitada
y la claridad del aire, fresco y florido del placer vivido.

En alguna esquina de su memoria, el sentimiento la acompañará,
velado tal vez por varios dobleces de las horas que le continúan.
En su día de repeticiones y minutos acelerados,
a ratos se dará el gusto de sonreír, hacia afuera un poco y hacia adentro luminosamente,

por la felicidad del juego que es fuego
de sus propios amaneceres.


Detalle de un cuadro de Dalí que está en la National Gallery en Washington, D.C.

martes, 1 de marzo de 2011

Montepío

Con mi padre, Mila y Erwin, en Montepío, por ahi entre el 80-81.




Una de las cosas que más le gustaba a mi papá de salir a la carretera, como ya mencioné en un texto anterior, era meterse a brechas impasables y descubrir a dónde llegaban. Lamentablemente, y por muchos años, los vehículos en los que participábamos de semejantes expediciones, no eran de la capacidad necesaria para pasar, siquiera, pequeños vados, caminos imposiblemente lodosos, troncos en el camino. Ni siquera el machete, que siempre guardaba celosamente en la cajuela, pudo en dichas ocasiones ayudarnos a salir del paso (aunque sí pudo efectivamente satisfacer sus fantasías personales a la "Chanoc" o "Sandokan").
No, pues; porque finalmente, una pequeña camioneta Datsun, una super lenta y riudosa camper Renault, (de modelo "Estafeta" lo recuerdo bien), el vocho de mi tía, el viejo Chrysler de los tíos, todos éstos eran autos de ciudad. En México no se usaba entonces que cualquiera tuviera su super camioneta AWD, o 4×4, o super llantas de refuerzos de acero. Quizá en los ranchos la gente tenía el buen sentido de ahorrar toda la vida y eventualmente comprarse una pick-up, aunque para los trajines diarios siempre se favoreciera el uso del tractor o, en su defecto, el burro.

Cada vez que tuvimos que dar por perdida la misión y voltear los carros para volver por donde venimos, mi papá se decía a sí mismo: "uno de estos días, vengo aquí con una camioneta de doble tracción y ¡ya verán!". Y así pasaron los años, y los coches, y la frustración de perder horas y horas y casi despedazar el pobre auto para poder llegar a lugares como Montepío, por ahí cerca de los Tuxtlas, en Veracruz. Algo tenía mi padre con ese lugar, al cual ahora se le refiere como una de las mejores playas del Golfo (según una búsqueda rápida en google). En aquel entonces, no era sino una de tantas otras playas a las que llegábamos a montar campamento cuando niños, cosa que, para mi memoria perennemente miope, no era causa de mayor emoción. Mis recuerdos de infancia son de aspectos mucho más cercanos, digamos como de medio metro: la camioneta, la tienda de campaña, la mesa plegable, la crema nivea en la cara para las quemaduras, los palitos que te hacían recoger para alimentar la fogata, y que yo en cambio utilizaba para hacer dibujos en la arena, las noches cálidas, aquella vez que nos tocó ver un eclipse total de sol y lo vimos a través de varios negativos de fotos (yo no ví gran cosa, pero sí recuerdo la noche en medio del día y su repentino despertar).
Pero divago. Mi historia seguía en el asunto del transporte, y grata fue la fortuna que nos acompañó por ahi por los años 80 cuando, por audacias de una eccéntrica primera dama, se le infundió a las artes en México un fondo bastante meritorio, del cual mi papá fue agradecido recibidor. Ya no eran tiempos de vacas flacas, sino de toros salvajes y así nos llegó con la noticia un día, lleno de felicidad mi padre, que finalmente se había comprado su camioneta, Jeep Wagoneer, de doble tracción. Lo primero que dijo fue: "Y con ésta nos vamos a ir a Montepío". Como todas las declaraciones del jefe de familia, ésta no encontró ninguna oposición (aprendimos muy chicos que, aunque nuestros valores fueron siempre democráticos, en mi casa se vivía una dictadura tácita), salvo que mi madre, cansada ya de estos agotadores viajes en los que, por supuesto, siempre le tocaba la peor parte (la de cocinar, lavar todo, hacerse cargo de los niños, sufrir las peores quemaduras del sol y los piquetes de mosquitos), dijo que no gracias y que ella no iba. Tras el shock inicial, mi padre tuvo que conformarse con la idea de llevarnos a mi hermana y a mí y al novio de mi hermana en lugar de mi hermano, que no sé porqué no fue al final. De último momento, y pensando que como único adulto él tendría que hacerse cargo de prácticamente todo el trabajo pesado, decidió entonces invitar al tío Manuel, alocado primo de mi mamá que siempre estaba dispuesto a seguir a mi papá a donde fuera y dejarse mangonear por él, siempre con la sonrisa en la boca y las ganas bien puestas.

¡Y que nos vamos a Montepío! Mapa de Montepío
Mi padre como niño chiquito, salivando ante el prospecto de estrenar su vehículo todo terreno; ya había hecho algunas pruebas, en el camino de terracería a Amatlán (que por cierto acababan de arreglar y estaba bastante transitable...chín), tratando de subirse a piedras gigantes, buscando lodo por algún lado, (aunque no había llovido). Pero no importaba, finalmente la prueba de hierro se llevaría a cabo en el escabroso camino de la sierra de los Tuxtlas, tierra exhuberantemente hermosa cuya belleza natural te pone a cantar, aunque no sepas. Y así de contentos íbamos todos, los cinco, cantando, contagiados por la emoción mientras más nos acercábamos a la bifurcación que nos llevaría a la playa, tan sólo para darnos cuenta de que, durante el último año, a algún idiota jijo de su mal dormir, se le había ocurrido ¡pavimentar la carretera!

Es extraño el día en que, con todo y que sabes que es totalmente en contra de las reglas, pecaminoso casi, comienzas a reírte de tus padres. ¡Oh, pero cuánto nos hemos reído!, todos menos Manuel, quien iba adelante y trataba de mantener una solidaria cara de coraje y decepción, pero que por la risa contenida parecía más bien como de dolor, de ese como de extracción de muelas. Mi papá, furioso por el vuelco cruel y despiadado que el destino le había puesto enfrente, decidió entonces tratar de meter el coche por la maleza, solo para darse cuenta de que una cosa es la doble tracción y otra muy distinta no tener llantas de oruga, como los tanques de guerra. Ya llegados a la playa, y más calmado (la vuelta y cambiada de las susodichas velocidades, cosa nada simple ni dócil en esos modelos de antaño, quiera que no lo habían hecho quemar bastante adrenalina), pudo entonces, tras dejarnos bajar y empezar a montar el campamento, darse a la tarea de recorrer la playa de un lado a otro, dando giros y frenazos, buscando la manera de estancarse en la arena para luego desestancarse, una y otra vez.  Lo dicho; alguien tuvo que haberle regalado más juguetes a ese pobre negrito, cuando niño.

Nos hemos reído y, finalmente, él también con nosotros, tal vez en algún lugar de su ego habiendo encontrado el humor en semejantes historias. Finalmente, su sabiduría se hizo presente como de costumbre: "no importa la meta, lo que importa es el camino recorrido". Y, habiendo recorrido tantos kilómetros al lado de mis padres, dando por sentadas tantas cosas que, ahora entiendo, son encabronádamente difíciles, doy gracias, eterna, enorme, apasionadamente, por la infinita fortuna de haber nacido en su seno. Por la vida que me dieron y la importante educación del día a día. Mi madre se habrá quedado en casa aquella vez, pero su serenidad y firmeza, su habilidad de hacer y conceder, de proveer y compartir, nos acompañaron todos los días e hicieron de ese, el último viaje que hicimos a acampar, algo memorable y un hito en mi entrada hacia el mundo de los adultos. Yo tenía 13 años y nunca me sentí más lista para atacar al mundo de frente, como un toro salvaje.


*Aquí un video que me encontré, del camino (pavimentado) actual a Montepío.
camino

sábado, 26 de febrero de 2011

La escuela de la Talacha.

Las personas somos como cajas de herramientas. Basta ver una para darnos cuenta qué clase de persona es su dueño. Hay los que gastan mucho dinero en tener lo último en instrumentos para uso en el hogar, lo más moderno, lo importado, electrónico, juegos completos de mil piezas; pero nada de esto a sido tocado, todo está limpio, como nuevo, prácticamente sin utilizar, salvo quizás por algún desarmador. Ahi nos damos cuenta, entonces, de que dicha persona tendrá muchos recursos, pero poca imaginación, tiempo, dedicación o intención para utilizarlos. Luego vemos otras cajas, las que casi se desarman con tocarlas, las que cargan kilos de mugre, aceite, pegamentos de todo tipo; acumulaciones de años, de pasar martillos por aquí, llaves de tuercas por allá, tijeras ya sin filo pero que de algo igual sirven, colecciones de clavitos, clavotes y tornillos de todos tamaños, alambritos y alambrotes, piezas sueltas de algo que algún día existió completo, resortes, plumas, lápices, ligas, cintas métricas. En resumen, cualquier cosa que pueda servir para algo... en algún momento. Tales colecciones de aparente basura y desorden, pertenecen a aquellos otros que disfrutan enormemente cualquier tipo de tarea manual; aquellos para quienes cada pequeña o grande labor, representa la empresa del siglo, equiparable tal vez a la construcción de una perfecta nave espacial o al descubrimiento de la cura contra el cáncer. Una de estas cajas de herramientas tenía mi papá. En su caso, incluso, la caja misma pasaba a un segundo plano. ¿Quién necesita constricciones de espacio?. Las herramientas estaban por toda la casa, en su coche, en cajones y pequeños cuartitos diseñados nada más que para eso. Mi papá creaba con sus temblorosas manos improvisados arreglos para cosas descompuestas, y cuando no había nada que componer, pues iba y se encontraba algo que romper para volverlo a pegar de nuevo; una re-creación a ratos monstruosa de algo que en agún momento sirvió para algo, pero que ahora... pues ya no sabemos ni cómo usar otra vez. Estos eran sus juegos, los de aquel niño a quien siempre le faltaron juguetes, aquellos bloques de construcción, aquellos legos y mecanos.
Participar con mi padre en estas hazañas constructivas era toda una aventura. De niña pensé que nunca aprendería yo a utliizar aquellos aparatos, que se materializaban como como sorpresas saliendo del sombrero de un  mago; porque aquello de romper, arreglar y pegar de nuevo, eso era de hombres. Mi papá llamaba entonces a mi hermano, para que lo ayudara a quitar una pieza de la tubería del baño, para cambiar un fusible, para arreglar el coche, para componer el tocadiscos; pero él no siempre recibía tales invitaciones con entusiasmo, ensimismado él como de costumbre con alguna canción que le urgía sacar en la guitarra o, simplemente, en seguir dormitando sus sueños pre-adolescentes. Surgía yo entonces, como por arte de magia, de detrás de la puerta: "¡yo te ayudo!", y ¿cual sería mi sorpresa? que mi papá un día me dice, "está bien, pero a ver nomás ¡y sin tocar nada!". Así comenzó mi educación talachera.
Trabajar con alguien de temperamento fuerte y poca paciencia, te obliga a aprender a ser un excelente observador. No decir nada, para que el otro no pierda la concentración, no moverte demasiado a su alrededor, mantener la linterna así, quietecita, no respirar, aprenderte los nombres de las cosas para que, como hábil enfermera, le pases al cirujano los instrumentos que necesita, y, muy importante, guarda tus preguntas para el final. Las preguntas siempre fueron bien recibidas, he de decir; sobre todo cuando la operación había sido todo un éxito. En cambio, si la cosa no salía para nada bien, si después de horas y varios intentos el enfermo en la camilla seguía goteando o no se dejaba pegar las extremidades, ni siquiera con el cautín, entonces más me valía hacerme a un lado y comenzar a acomodar las cosas, muy calladita... esperando el tiempo necesario hasta que él se retirara finalmente, dando por terminada la lección de ese día: "se pierden unos, se ganan otros".
Y así, observando y observando aprendí a cambiar focos, arreglar bisagras, dónde se le pone el aceite al coche y dónde el líquido de frenos; aprendí que casi todo se puede componer, con ayuda de ingenio y los materiales adecuados, pero que algunos casos, no importa cuánto empeño le pongamos, de plano son casos perdidos. Para mi padre, casi no existían los casos perdidos; prueba de ello eran varias cosas en casa, que insistían en mantenerse colgadas de un pequeño alambre, de necesitar que le movieras insistentemente un cable para que sacaran sonido, de que le martillaras de regreso esa piececita que insistía en salirse milímetro a milímetro, día con día.... No, gracias. En la escuela de la talacha aprendí que, la molestia de convivir con semejantes destrozos en la cotidianidad, era mayor que el gasto que representaba comprar uno nuevo. Sin embargo, no dejo de maravillarme de los singulares arreglos y edificaciones que mi padre construyó. Hoy día, todavía hay, afuera de su casa y al lado de dos timbres, una cuerda, verde, de plástico, que entra por un agujero, atraviesa como cuatro aros de alambre atornillados al techo y termina en una pesada campana de hierro, que mi papá se encontró quién sabe dónde y que, siempre y sin falla, resuena su grave voz cada vez que llegan los amigos de visita, a la casa de Coyoacán.

jueves, 24 de febrero de 2011

En la carretera

No sé si es verano, semana santa, diciembre o navidades, pero ahi vamos en el coche rumbo a Veracruz, como tantas otras veces; mi papá al volante, mi mamá con su paliacate rojo y nosotros atrás, los tres. Algún día se hablará de la habilidad de los niños de antes, de pasar horas y horas sentados en un coche ardiente, sin nada que hacer más que mirar pasar kilómetros y kilómetros de México por la ventana, y no hacerla demasiado de jamón. Hacíamos competencias de a ver quién ve la siguiente marca del kilómetro, juego en el cual yo siempre perdía irremediablemente por culpa de mi extrema miopía. Marcábamos el tiempo según el lugar geográfico: "¿ya pasamos Querétaro?, ¿ya llegamos a Puebla? ¿cómo se llama esta sierra?. Mi papá yo creo que siempre soñó con ser explorador, pues le encantaba la geografía y le encantaba irnos diciendo por dónde íbamos, qué río cruzábamos, cómo se llamaba esa montaña, qué indígenas eran oriundos del lugar. Su mente, un asombroso mapa al que recurría siempre sin error, aquí o en cualquier lugar del mundo en que se hallara, fascinado siempre por cada curva, por cada poblado, por cada línea fronteriza imaginaria. Podía predecir, con un márgen mínimo de error, el momento en que cruzábamos de un estado a otro, cuántos kilómetros faltaban para equis ciudad, por dónde se entraba y por dónde se salía.
Mi papá adoraba el camino, más no tanto el de las supercarreteras que van siempre derecho, fijas siempre en su necedad de ser prácticas y llegar más pronto. No. A él le gustaba meterse a carreteritas, caminos de terracería, unas ni siquera marcadas en el mapa que siempre llevaba en el coche (tan solo como referencia, claro, o casos de emergencia). Fueron muchas las ocasiones en que, sin importarle que teníamos que llegar a cierta hora a Orizaba para ver a las tías, o que se nos iba a hacer de noche en quién sabe qué chingaos remoto lugar, mi papá paraba el coche y decía: "¿a dónde llegará esa carretera....?" y todos en el coche al unísono "!NOOO!", pero era demasiado tarde, mi padre era nuevamente Lewis and Clark y su misión, llegar hasta el fondo de ese camino incierto. Pero tales expediciones nos llevaron a, realmente, descubrir lugares asombrosos; descubrimos Ixtapa, antes de que lo fuera, y ruinas mayas a mitad de la selva donde no habia nadie más que un interesado local que lo sabía todo y nos daba el tour, descubrimos Tulum, playas con manglares, ríos incruzables, atajos a Palenque, pueblos miserables donde no había nada de comer, otros tantos más pintorescos, llenos de negros y mulatos. Y alrededor de todo esto, la más exhuberante de las vegetaciones, los platanares más grandes que hayan visto, los gruñidos de fieras más escalofriantes, que nos hacían temblar en la noche, acurrucados todos dentro de una camper demasiado pequeña para cinco personas. Descubrimos mosquitos insaciables, plantas exóticas que mi papá cortaba y se las traía con gran cuidado para plantar en su jardín de la casa. Improvisamos letrinas y aprendimos que, si lo pide uno bien, cualquier persona te hecha la mano en cualquier circunstancia.

No sé si era verano, o invierno, o semana santa, pero así seguíamos viajando, yo ahora adelante con mi papá, el silencio cómodo de lo cotidiano con nosotros, ya yo sabía por dónde íbamos, cuándo cambiábamos de estado, cómo se llamaba ese cerro. En la guantera del coche mi papá guardaba un par de volúmenes de un "Cancionero Mexicano"; todas las canciones que te puedas imaginar, del dominio público para arriba, rancheras, románticas, boleros, corridos. Entonces yo pasaba las páginas y al azar, escogía un título: "Echale un cinco al piano" y se soltaba mi papá a cantarla, ¡completa! de memoria. "Corrido de Mazatlán", "Farolito", "Zacazonapan", "Qué te falta mujer", "Noche criolla" y todas las cantaba. Todas se las sabía, y si de pronto se atoraba en un verso, nomás me decía "¿cómo empieza?" y ya con eso volvía a surgir a borbotones, como una pianola a la que nomás le faltaba un quinto, la canción.
Nunca se me van a olvidar esos viajes. Los de niña, los de adolescente, los de adulta ya más escasos; en el coche bajo el rayo del sol. Con las uñas clavadas en el asiento cuando le daba por rebasar en curva, preparándole sus cubas, atenta siempre a la ceniza del cigarro que colgaba imposiblemente con casi cinco centímetros de largo y no sabías a qué hora iba a sacar la mano por la ventana para que el viento solo se la llevara.... Me quejo de que mis hijos no saben viajar, que siempre necesitan el aparatito electrónico, o la película, o el ipod. Pero ellos no tuvieron a un explorador de capitán, ni una aventura a la vuelta de una brecha. Ni tuvieron al hombre que les podía cantar de todo y que, cuando se cansaba de sí mismo, te decía "hija, cántame una de Silvio" y ahí sí me daba yo vuelo, pues, esas, me las sabía yo todas.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Tengo un asistente personal. Se llama Toyota Highlander.

Como que no hay manera, a veces, de estar con uno mismo. ¿Qué hacen los que están solos y son dueños de su tiempo? ¿Se aburrirán de pronto?. No pretendo hacer de esto un diario íntimo donde voy posteando los pormenores de mi vida doméstica suburbana; otras antes que yo lo han hecho, con resultados no muy decorosos pues, al andar buscando temas para escribir, acaban enmarañándose en chismeríos, confrontaciones con vecinos y patéticos desenlaces de telenovela.
No. Mi realidad no pretende ser tan "excitante"; en cambio, yo la bautizaría como: "desenfadadamente impráctica, dentro del marco de una supuesta practicidad". En serio,  no sé cómo sobrevivo día tras día con mi poca capacidad organizativa. Las mañanas pasan en automático, es lo bueno, con todo y que casi siempre se me olvida que tengo que desayunar. Levantarse ocurre, tan sólo, por la fuerza de la angustia que me da quedarme dormida y darme cuenta de que son, de pronto, las 9 de la mañana y todos en la casa siguen jetones. Y con todo y que me choca a veces tener que manejar a estos flojos a la escuela, que porque hace mucho frio, que hay nieve en el piso y está todo resbaloso, que estamos a -20 grados.... ya saben, las clásicas quejas, yo agradezco tener que meterme al coche y dirigirme hacia algún lado en concreto, pues es mientras manejo que de pronto mi cerebro como que se calma y todo se aclara y puedo ver mentalmente mi calendario y recordar que ¡claro! ese día tenía cita en la escuela de uno, o dentista con el otro, o clase por aquí y pagos de cuentas por allá, o fotos por editar o cartitas que escribir.
¿Qué tiene el auto que ayuda a pensar? Quizás tan solo el hecho de que obligas a tu mente a enfocarse en una sola cosa por un momento: no estrellarte con cosas fijas o en movimiento.  Al menos por unos minutos, porque el chip del "multitasking" no tarda en prenderse y ya estamos rápidamente buscando el celular, haciendo llamadas importantes que se nos olvidaron (-pues sí, oiga, que si arregla el tanque de agua pues llevamos dos días sin agua caliente...-), contestando emails, pensando en qué poner en el status del facebook, asegurándonos, con la aplicación adecuada del iphone, que la temperatura ambiente es, sin duda, la que sentí al salir de casa; y todo esto al tiempo que escuchamos las noticias con el consabido horror que éstas nos producen.
Sí, señor. Bendito el coche a quien ahora equiparo con el Ritalin. Lo amas y lo detestas, porque a la vez se apodera de tu vida, se vuelve como otra articulación de tu cuerpo, como un brazo o una pierna... pero un poco incómoda porque no nos la hicieron a la medida y, además, pesa mucho y se ensucia una barbaridad; en fin, un mal necesario.

Añoro y espero con ansias la primavera, cuando pueda sacar del garage mi querida amiga bicicleta, y salir a buscar pretextos para salir, perderme en calles que nunca he estado, no hacerle caso al timbre del celular y, lo más importante, no tener que ir a recoger ni llevar a nadie. He dicho.
Lo único es que tendré que buscarme nueva oficina... si no, ¿cómo haré para acordarme de las cosas?. O peor aún, ¿qué tal que a mi coche le da por ofenderse y busca represalias? Es capaz de atacar durante la noche a mi bicicleta, cuando nadie los ve, o fingir un ataque al alternador o derrame de líquidos supurosos, tan solo por llamar la atención.
No. Creo que mi existencia tendrá que seguir ligada de una u otra manera a ese aparato infame, pero necesario,  (aunque siempre me daré mis escapadas a dos ruedas, tan solo yo y el aire primaveral, pedaleando sin rumbo fijo, con la mente abierta y el horizonte ahi delante........)

martes, 22 de febrero de 2011

Contigo aprendí

Me enseñaste todo; desde las cosas más simples, como usar un desarmador, hasta a manejar y tener buen juicio. Me enseñaste a echarle a la vida picor, sacarle el jugo a todo. A vivir en el momento y sacarle provecho, pero de manera responsable. Tú y el maestro Pepe compartieron siempre esa filosofía: Responsabilidad.
Nunca faltaste a tus obligaciones ni nos permitiste a nosotros faltar a las nuestras. Me enseñaste a dar siempre la cara y defender siempre la razón. Me enseñaste a no decir mentiras y a que la verdad siempre nos hará mejores seres humanos. Me enseñaste el verdadero valor de la humanidad, en la cual tuviste siempre tanta fe. Me enseñaste sobre países y gobiernos, sobre ríos y montañas, sobre datos, fechas. Me enseñaste canciones y pisadas imposibles en la guitarra; y que se puede ser músico aún sin saber leer la partitura.
Sabías de cosas terrenas y espirituales. De cosas de ricos y de pobres. Pero sobre todo, sabías de las cosas de adentro, de nuestras debilidades y fortalezas... y de nuestra humildad, la más humana de las cualidades.

El Negro en su elemento. Su amada casa de Amatlán, en donde me enseñó a jugar Ajedrez, a subir montañas y a cortar limones. 
En noviembre de 2001, pasó a visitarme a mi casa de Westport, CT. Fue la última vez que vino a verme a Estados Unidos; con eso de que nunca le gustó ir "donde los gringos". Pero esa noche, coincidente con la visita del querido Bernie y otros amigos que vieneron a celebrar mi cumpleaños, el Negrito por supuesto nos regaló un par de canciones, sentidas en serio y sin necesidad de traducción al inglés.... digo, si no entienden ¡pos que se chinguen! (diría él).

lunes, 21 de febrero de 2011

Pensando en mis hijos

En la cúspide el tiempo
y en la falda el tejido de las horas
conmovida
                 la fruta ve su vejez
                 y no se limita, tan solo se impone
                                  en un himno de resortes rotos y olores descompuestos

Y el joven lo ve todo
con ojos sorprendidos y expectantes
pues ya nada se queda olvidado
                    ya todo es parte de la corteza
                    y las líneas
                                     de su árbol



Yo viajaba en un avión
a México, el 3 de agosto del 2010

Palabras para el Negro en su despedida.


Este texto lo escribí en el avión antes de su cumpleaños, cuando mis hermanos me dijeron que estaba muy enfermo… y, sin palabras, que éste podría ser el final.
Me salió lo que escribí como una elegía, aunque él seguía vivo. Hasta culpable me sentí… Por eso se oyen partes en presente y otras no.
A petición general, no lo edité, salvo por algunas correcciones gramaticales. Todo brotó solito, como un río. Como el río en el que nos embarcamos todos estas últimas semanas, con su cauce seguro y tranquilo, pero definitivo. Espero que mis palabras le hagan justicia.
Febrero 11 de 2011.



25 de enero, 2011.


Todos te dicen el Negro, y yo me preguntaba porqué no te decían café, pues negro nunca has sido. Sólo tu corazón africano, cubano y jarocho, mulato como tu abuelo Sotero. De nariz ancha, pómulos altos. De corazón sincero y alma generosa.

Todos te conocen como el Negro; trovador, cantante, difundidor de la música, alma de todo guateque y rumbeada; maestro, mentor.
Yo te conozco como mi papá. Mi papi. Pá. Que me enseñó a manejar y a acampar. Que me enseñó boleros en la guitarra y que me enseñó la importante lección de no tomar las cosas demasiado en serio, sobre todo las tragedias. La vida siempre continúa y es más importante levantarse y aprender de las caídas, que quedarse tirado lamentando tu pobre suerte.
Mi papá era creyente, pero no nos impuso ningún dios, ningún dogma; con la misma filosofía sobre la vida, nos mostró que hay cosas inevitables y que el destino es parte de quien somos. Ya iremos descubriendo cuáles son nuestras creencias, pero antes, hay que aprender a vivir. Y vivir, para mi papá, era la razón de ser y estar en este mundo. “Vive al máximo, pero con responsabilidad. Nunca hagas daño a otros. Sé generoso y no mires a través de lentes o velos; todo ser humano es digno, es admirable, merece de tu ayuda y tu tiempo”.
De mi padre heredé, ergo, una terrible confianza ciega en el prójimo. No importa cual sea la situación, siempre voy a creer primero y desconfiar después. Lo curioso es que, y a la fecha, 44 años después, han sido muy pocas las ocasiones en que he sido decepcionada o en que alguien haya abusado de mi confianza. Y finalmente, si algún maestro talachero decidió robarse las tijeras nuevas, o la sierra o ¡cualquier cosa! que estaba ahí, tan al alcance de su mano…..mi papá no se amargaba, ni cerraba con llave las puertas; simplemente se resignaba a que alguien que necesitaba algo había decidido ganárselo por el camino fácil. Pero ese no es más que un individuo dentro de toda una humanidad. Y las puertas volvían a abrirse y el talachero volvía a entrar y la confianza volvía a ocupar su lugar hasta arriba de la lista.
Confianza y generosidad. Vida y presente. Alegría y entendimiento de la tristeza. Fortaleza para estar y dar siempre lo mejor de uno. Familia y querencias por delante. Humanidad ante todo.

Todos conocen al Negro y le saben su naturaleza positiva, solidaria e igualitaria. Su socialismo y amor por los revolucionarios. Su total dedicación por causas justas, incluídas las propias a nivel del arte y la música en nuestro país.
Todos le conocen su talento, su temperamento para cantar, su musicalidad.
Otros afortunados, le conocen su generosidad y apoyo incondicionales.
Sus más cercanos le conocen sus exabruptos, su poca fina manera de comer y su terrible manera de manejar.
Nosotros, le conocemos sus debilidades y sus carencias y su necesidad, por ello, de ser a tiempos autoritario, crítico y torpe en sus afectos. Mi mamá ayudó a establecer un equilibrio casi perfecto al respecto, maestra como es ella en las artes de ser madre, esposa y maestra.
Nosotros conocemos al hombre que siempre quiso más, pero no pudo. Que secretamente se lamentaba no haber cursado una carrera, competir con los otros padres de amigos nuestros, académicos, profesionistas. Pero es admirable, creo yo, que en su realidad de niño problema, de adolescente rebelde, de posible decepción para su padre, médico, es admirable que haya crecido hasta ser quien es; quien fue. Un hombre, artista, padre de familia, orgulloso de levantarse y levantarnos graciosamente con él, con su sudor y esfuerzo y tan sólo el 100% de su talento y capacidad de darse hacia nosotros.

Lejano, indiferente a veces, controlador pero al mismo tiempo confiable. Nos regalaba verano a verano viajando en carreteras por todo México, enseñándonos que la vida es siempre mejor cantando (pero afinados, por favor!) y que no hay nada más bello que Veracruz….bueno, salvo mi madre a quien toda la vida mencionaba de nombre, dormido, despierto, mientras se bañaba mientras se perdía en la contemplación. Siempre nos daba mucha risa…y algo de ternura.

Puedo perderme en ejemplos y detalles de todo cuanto fue, al menos para mí; mi papá, no el Negro. Mi papi que me escuchaba hablar y siempre tuvo una respuesta para mis eternas preguntas….pero quien pocas veces me preguntó. Siempre supo que acabaríamos bien, yo creo, y depositó su confianza característica en nuestras decisiones, incluso en las que no estaba de acuerdo.
Pocas me preguntó algo; una de ellas, si estaba yo segura de quererme casar con Fernando, a quien había prácticamente conocido hacía apenas dos semanas. Nunca cuestionó mi respuesta; siempre me dejó hacer. Finalmente, su trabajo y el de mi madre estaba ya hecho, y lo único que podía hacer, era sentarse y ver, admirar, divertirse intrigarse con en quiénes nos convertimos.

Fue padre para nosotros y para tantos más de quien fue mentor. Con la misma confianza hacia ellos, con el mismo cariño. Su amor se siente presente aquí y en tantos ríos de música y verso; porque la vida es para vivirse y ahora te vas como lo hiciste: “llanero en todos los llanos, seré siempre hasta morir”*.


Tu hija, tu coruquis planchis,
Andrea Ojeda


*de las décimas de Don Guillermo Cházaro Lagos. Tlacotalpeño.