jueves, 31 de marzo de 2011

Crónicas de los hijos: El tiempo es de ellos

Es impresionante cómo los hijos dominan cada minuto de tu vida, incluso los que pertenecen a las vacacones. Es más, creo que en tales fechas es incluso peor, pues ahora todo lo que tienen es tiempo libre que ocupan en, industriosamente, encontrar el peor momento del dia para que los lleves a algún lado, para avisarte que en cinco minutos van a aparecerse como 10 adolescentes a tu casa, para que los lleves a comprar el particular artículo chatarrezco de comida, para que los lleves a comprar una camiseta que absoluta y categóricamente tienen que poseer en ese momento preciso y otras tantas actividades que no pueden esperar a que: termines de bañarte, de escribir y contestar numerosos emails, de practicar tu música, o de siquiera terminar de dormir una siesta. Porque claro, ellos estarán de vacaciones, pero una todavía tiene que levantarse temprano y hacer la vida regular, de manera que para las 3:00 de la tarde, después de llevar despiertos como una hora y ya estar absolutamente aburtridos, les parece suficientemente válido que uno deje todo lo que está haciendo (aquí se incluye un pequeño clip en donde yo estoy en el proceso de meter una carga de ropa a la lavadora y sacar otra de la sacadora, al mismo tiempo que mi hijo de 13, me dice que si lo puedo llevar a la casa de Fulano y que tiene que ser justo en ese momento porque lo están esperando y además que le de dinero para que pase a Subway a comprarse un sandwich) y se ocupe exclusivamente de ellos.

Lo más divertido es cuando no entienden el sarcasmo:
El: Oye, pero tienes que venir por mí antes de las 5 porque después voy a casa de Giselle.
Yo: Ah, perfecto. Como no tengo nada que hacer, mejor me espero aquí afuera a que termines con el primero y, cuando estés listo, te llevo a tu segunda cita....
El: OK.

O cuando solitos se tiran de cabeza:
El: ¡Ah! por cierto, ¿al rato me puedes llevar a la casa de Finkle? porque tiene una fiesta.
Yo: ¿Quién? ¿fiesta? ¿dónde vive? ¿quién va a ir? ¿va a haber papás?
El: ¡Por dios mamá!, ¿es que nunca puedes confiar en mí? ¡Siempre asumiendo que vamos a estar haciendo cosas horribles! ¡Tú sabes que yo me porto bien y nunca hago nada que no debo!
Yo: Uta..... pues eso espero.
[breve pausa]
El: Oye mamá, ¿podemos pasar a la tienda para que me compres un six-pack?

Incluso mi hija menor, de tan solo ocho, ya está entendiendo que esto del tiempo de ocio es algo que tengo que manejarle como si fuera yo la maestra en Relaciones Públicas de la empresa más cotizada. Nada más clarea el día y ya está al lado de mi cama preguntando qué va a hacer hoy, qué plan le tengo preparado, qué le voy a dar de desayunar y de cuántas maneras voy a sacarla del aburrimiento en el que caerá irremediablemente cada media hora. Lo peor es que no entiende sutilezas, pues ya intenté de miles de maneras, de pasarle este claro mensaje: "No me voy a levantar porque tengo ganas de no hacer absolutamente nada hoy, así que voy dormir todo el dia si se me antoja, y después, voy a tomarme todo el tiempo del mundo en desayunar y leer, así que si te aburres, ahi ves cómo te las arreglas pues ese no es ni será mi problema en tanto dure la vacación".  Acto seguido, el pequeño bultito aburrido se sienta casi encima de mí en la cama y dice, ajena a todo mi discurso: "mamá, tengo hambre..... ¿me haces pan francés?"

Es por estas cosas que tantas familias deciden pasar las vacaciones en el Club Med, o en el hotel todo-incluído donde hay club de niños y los mantienen todo el día ocupados con numerosas actividades. Pero mis hijos son por naturaleza torturadores (sin mencionar además excesivamente  huevones) y decidieron hace varios años que, eso del club infantil, es un concepto horrible e inútil y que, para ellos, la diversión está en dormir hasta el mediodía y después tirarse a ver la tele o pelearse con el hermano o hermana más cercano. Yo entonces me siento a ver a las otras familias, cómo los padres se acuestan en la playa por horas a leer, o están desde temprano depositando a sus hijitos en la fila con los otros niños, entusiasmandos todos por el plan del día, o cómo pasan por la alberca o la cancha de volleyball donde encuentran a alguno de los chicos y los saludan de lejos "¿Te la estás pasando bien Pablito?" y el vástago contesta "¡genial, mami! ¡al rato vamos a jugar a la búsqueda del tesoro!", y yo  me pregunto qué chingados habré hecho mal y en qué momento de la crianza de mis hijos se les descompuso el chip de la "diversión para grandes y chicos" que tanto nos anuncian por cuanto medio publicitario se tope uno.

Claro que, pensándolo bien, nosotros como padres nunca nos hemos compramos el chip mencionado.... Hemos preferido siempre marchar por nuestro propio batir del tambor y hacer lo que se nos ocurre imprevistamente ese dia. El problema es que es fatigosamente dificil manejar tanto caos colectivo y, por eso, desde ahora me declaro enemiga perpetua de las vacaciones. El día que realmente quiera pasármela bien y tranquila, agarro y me voy yo sola a donde sea. No tiene siquiera que ser un lugar lejos, siempre y cuando no me despierte nadie ni tenga yo que sacarlos de la cama para forzarlos a salir a divertirse como los demás.

Y es que, realmente..... ¿quién quiere ser como los demás?
Y bueno.... a veces, yo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Tarde fría.

Las penas atacan a los sumisos, por su corte inapeteciblemente fino y esquivo.
Los columpios de sus sueños se dejan empujar por el aire, en silenciosos terrenos baldíos.

Tal vez el sonido de tu voz se sienta amplificado por tanto espacio externo, por tanto vacío,
pero es un hecho que los perros buscan también ese rincón
para estar contigo, aunque esté todo tan frío.

Vamos por la calle, mano a mano, despiertos e inconstantes nuestros pasos
casi nadie pide ayuda, entonces yo te pido que te detengas, pues algo no está bien.
La sombra de la noche comienza su danza airosa. Es demasiado tarde ya
y yo te miro y me miro en tu rostro, tus gestos que descifro pero no me consuelan.

Las penas son muchas y el aire retiene el asfalto y su melancolía

jueves, 17 de marzo de 2011

La vaca ligera

Para empezar, una pequeña nota:
Por ahi del año de 1994, me dio por tomar un curso de escritura. Vivíamos entonces en el D.F. y no sabíamos que el futuro nos iba a mandar a dar de brincos de un lado al otro, cruzando la frontera norte un par de veces para finalmente establecernos en tierras yankees (o yanquis, diríamos en correcto castellano). Epoca aquella de nuevas empresas, pues nuestro matrimonio era aún muy joven, pensaba yo que algún día tal vez sería yo autora, contadora de historias o, simplemente, escribidora de palabras. Es fácil imaginarse siguiendo una vereda creativa cuando uno no ha tenido hijos o ha tenido que dedicarse por completo a construir casa en los distintos puertos que nos ha tocado habitar. Mi vida desde entonces se volvió el relleno del sandwich (o torta, si a mexicanismos nos vamos) cuya cubierta superior está empezando a formarse por medio de éste blog y la inferior, la de abajo, la que espero no se haya aguadado  mucho tras tantos años de estar ahi, sosteniendo semejantes rebanadas de historia doméstica, la comprenden aquellos textos que empecé a escribir desde niña y terminaron en aquel taller de invención literaria. 
Es de esos tiempos, esta historia que rescaté de un viaje que hicimos a Veracruz con mi papá, poco antes de irme de México por primera vez, en donde nos llevó a visitar a su joven amigo José Angel Gutierrez y Tere, su esposa, ahi en su modesta casita de un modesto pueblito de ya ni me acuerdo qué zona llanera. José Angel es un estupendo músico, requintero, uno de los más jóvenes de los muchos hijos de un acomodado ranchero de por ahi por los Tuxtlas, y es además un estupendo cuenta-historias. Los jarochos son como los irlandeses: todos tienen siempre mil historias que contar, y esa tarde, después de compartir con nosotros su escasa comida y bebida, sentados en las únicas cuatro sillas que tenían, viendo ponerse el sol en el horizonte, José Angel nos deleitó con varios cuentos, leyendas, chismes que corrían, anécdotas, durante horas. Es difícil saber qué tantas eran inventadas y qué tantas realmente habían ocurrido, siendo que su familia era de aquellas de las cuales se nutren los modernos escritores de telenovelas; pero aquí les dejo una que forma parte del enorme volumen de leyendas que componen la tradición lírica de Veracruz y que pasé al papel en algún momento de abril de 1994.



Era una noche fresca en un rancho de Tres Zapotes, muy cerca de los Tuxtlas en Veracruz. Habíamos comido, bebido unos cuantos toritos y comenzado a cantar unos cuantos sones, cuando notamos a lo lejos ruidos sordos, como un ulular que podíamos identificar como animal. "¿Qué es ese ruido?" nos preguntamos inquietos los chilangos. "¿Eso?, es la vaca ligera que sale de noche a recordarle a los rancheros su presencia", nos respondió José Angel, a quien inmediatamente le pedimos una explicación más a fondo de su respuesta. Nos dijo entonces que, por esos rumbos, en la hacienda del Horcón, hay una vaca ligera que dicen que la regala su dueño, el hacendado don José Julián Rivera; pero es hoy día que nadie, ni siquiera el más diestro de los vaqueros, la ha podido agarrar. Unos dicen que es un fantasma, otros que una mujer embrujada, pero lo que es cierto es que ella sigue ahi, libre y causándole enojos al mentado don Julián, quien la padecerá hasta que se muera.

Y nos dice pues José Angel que la historia empezó cuando, una noche, en los portales de Veracruz, Arcadio Amador (amigo personal del mencionado hacendado) vio a una mujer que le pareció conocida. En medio de la borrachera, se acercó al grupo de hombres que estaban acompañados de varias "malas" mujeres, (de esas que salen solas de noche) y reconoció en una de ellas el rostro de Inés Adriana, esposa de Julián. Aunque de una forma y color extraño, detalle por el cual culpaba a la cantidad de alcohol ingerido, a Arcadio no le cupo la menor duda de que se trataba de ella. Temprano a la mañana siguiente, se dirigió a la hacienda a confesarle a su amigo su hallazgo, pero éste no le quiso creer, arguyendo que de, de noche, nadie sale de la hacienda, cerrada a cal y canto; mucho menos su  mujer a quien mantenía ahi encerrada desde que se la llevó a vivir con él. Al insistirle, José Julián accedió a que esa misma noche, escondido en el ropero, su amigo espiara a Inés Adriana y se cerciorara de que no saliera de su habitación.
Llegada la noche y como de costumbre, la sumisa esposa enviaba a dormir a su marido tras haberlo obsequiado con un té de su preparación, que lo pondría a dormir hasta el día siguiente. Entró a su cuarto, encendió el quinqué y, despreocupada, comenzó a desvestirse. Prenda por prenda, parsimoniosamente, la hermosa mujer fue quedando desnuda, mientras que tras una rendija del ropero, Arcadio Amador, inmóvil, presenciaba un espectáculo que no hubiera creído ni por todos los brujos de Catemaco juntos. Pero eso no fue todo. De pie y muy delicadamente, la mujer entonces comenzó, empezando por la punta de los dedos de los pies, a quitarse la piel; poco a poco, subiendo por las rodillas, siguiendo por las caderas, la espalda, el vientre, el pecho, los brazos y por último, la cabeza, la mujer fue quedando en carne viva, encendida. Con mucho cuidado dobló su piel y la colocó sobre el buró.
No repuesto aún por la impresión de semejante imagen, sufrió Arcadio una más al ver a la mujer súbitamente convertirse en Arbolaria. Ante sus ojos se hallaba la transformación de la bella mujer en enorme pájaro, que al batir sus alas emitía un sonido siniestro, inimaginable. La criatura entonces, saltó a través de la ventana y brincó de árbol en árbol (de ahí su nombre) hacia su noche de libertad, rumbo a los portales de Veracruz.
Aturdido, corrió Arcadio a despertar a su amigo y contarle las terribles imágenes que había presenciado. Viendo que éste se mantenía obstinado en no creerle, lo llevó a la habitación de su esposa y le mostró la prueba fehaciente: la piel, que ahi seguía, dobladita en el buró. Hinchado en rabia y sintiéndose intensamente traicionado, el hacendado gritó, manoteó y por último, ordenó a su amigo: "¡Vete a buscar a Bartoldo, Ataúlfo y Candelario. Les pides dos kilos de sal gruesa y que se vengan para acá inmediatamente!". De vuelta los cuatro, comenzaron a esparcir la sal por todo el interior de la piel, volviéndola a dejar nuevamente en su sitio. José Julián distribuyó entonces a los otros tres afuera de la habitación, fue por su rifle y su pistola, le dio a Arcadio una escopeta y, juntos, se escondieron nuevamente en el ropero.
De vuelta la susodicha, feliz y cansada por las candentes experiencias vividas esa noche, Inés Adriana se dispuso a meterse nuevamente en su piel, pero al primer contacto de la sal con su carne viva, ésta soltó un chillido agudo, inhumano, mientras se retorcía cambiando de imagen constantemente: mujer, arbolaria, mujer, arbolaria, una y otra vez. El infamado esposo salió del ropero y descargó su revólver sobre la mujer, pero ésta no se moría. Dispararon entonces los otros rifles, escopetas, sacaron cuchillos, machetes, palos, hasta el quinqué.... pero la criatura no sucumbía; al contrario, comenzó a sufrir otra transformación. Entre gritos, aleteos y contorsiones, la mujer adquirió la apariencia de una vaca quien, embravecida, se abrió paso hacia afuera. Hasta ahí la siguieron los cinco hombres, quienes tomando turnos, intentaron lazarla. Haciendo gala de gran destreza y siendo todos estupendos lazadores, arremetieron contra el animal, causándole a éste caídas, arrastradas, magulladuras y sufriendo infinidad de cuerdas reventadas. Incluso Arcadio y José Julián, ambos famosos en el rumbo por su habilidad con el lazo, sucumbieron ante la bravura del animal, quien por su parte, se divertía riendo, llegando incluso a atravesar a los hombres, cual vapor o neblina del monte.
Desde ese día, cientos de vaqueros, arrieros, lazadores, curiosos y uno que otro loco, han intentado, sin suerte, agarrar a la vaca de don Julián, que ahí sigue, apareciéndosele de pronto a su marido para causarle enojos y otras, riendo feliz por su libertad adquirida.

Cuando José Angel terminó de contar su historia, permanecimos un rato en silencio, escuchando al viento cantar. De pronto, los acordes de una jarana se dejaron oir y la voz del Negro voló por la noche, cantando un verso del Toro Zacamandú que versa así:

En la hacienda del Horcón
Ahí 'stá una vaca ligera
que dicen que la regala
¡Ay! que dicen que la regala
don José Julián Rivera

¡Ay! nomás, nomás.....

jueves, 10 de marzo de 2011

Un día en su historia

Desde la noche, a mitad del sueño, ya su cabeza no para de pensar. Las angustias no descansan y el tiempo, que despiertos se nos escapa como arena de las manos, en la noche se expande como chicle y se pega a las paredes del cerebro, ocasionando a veces sueños engomados, sucesiones exttrañas de eventos que se mezclaron sin orden alguno o aparente. Esas son las noches que nos agotan y, para colmo, al clarear el alba, tiene la costumbre de encontrar resquicios por donde colarse, la canija angustia... Así que se levanta, cansada, pensando en dónde anotar la lista de cosas que tiene pendientes, pero no hay nada a la mano, ni un pedazo de papel, ni un lápiz. Un miedo incipiente le recorre el cuerpo; es el miedo de no encontrar, en las próximas horas, un tiempo específico para hacer algo. Ese algo que le da validez a su existencia.

Pero ahora no hay tiempo para perder con tal tipo de preocupaciones. En este momento y desde que sonó la alarma del reloj, su trabajo ha comenzado y la primera fase del día debe cumplirse, pronta, efectivamente.  Los niños despiertan, el marido se va, la mente repasa la lista de cosas que no hubo tiempo de discutir con él la noche anterior y se da cuenta, con cierto horror, que los plazos se acercan, que hay que tomar decisiones, pagar dineros, decidir futuros.... y que todo esto se va a convertir en otro peso más que acarrear durante el día. Porque va a tener que dedicarle tiempo a pensar en ello, a buscar la respuesta, el dinero y la decisión a tomar, antes que termine el día. Decisiones, todas, que al tener que ser tomadas unilateralmente, se van a tener que ver en algún momento juzgadas, escrutinadas, criticadas y, finalmente, no hay de otra, aceptadas. Incluso las erróneas.
Encontrando en su mente un cajón medio vacío, mete este último paquetito y lo marca con un "post-it" mental, tan sólo para que no se le olvide que ahí está. Los siguientes minutos son absorbidos por acciones rutinarias, desayunos, platos, limpiar, recoger, ver el calendario cuatro veces, el menú del lunch otras tantas, preparar la lonchera, apurar al niño, y todo, bajo el peso de tratar de hacer lo posible por nutrir de alguna manera a aquellas criaturas bajo su responsabilidad; o al menos de pasarles la lección verbal, como todos los dias, de lo que se debe de comer, de los porqués, de lo importante. Saca vitaminas, la medicina del día, el chocho de la gripa, y sermonea y da lecciones de vida sin parar, pues sabe que a estas alturas no se les puede obligar a comer nada, a vivir su vida de ninguna manera, a que se pongan un suéter, a que estudien y se preparen como si fuera lo único que importara en la vida. A estas alturas, tan solo aspira a que sus palabras sean de algún modo absorbidas y almacenadas, también por ahi adentro, en algún cajón.

El día clarea un poco más y la casa se encuentra de pronto sola. Ella trata de salir bajo cualquier pretexto, pues sabe que si se queda, el hoyo negro que es el cuidado de su casa, irremediablemente se la va a tragar y entonces no tendrá más remedio que dedicarle otro eterno par de horas, a labores tediosamente domésticas.  El escenario es escalofriante, por el peligro que representa; el peligro de malgastar minutos, horas, su vida entera, en hacer que su casa se vea bien... maldiciendo en voz baja a todas esas mujeres que sí salen y se van a trabajar todo el día, y reciben un sueldo y son respetadas por la sociedad; el peligro de enfrentarse con esta realidad y sucumbir al deprimente peso de su injusta calificación universal; el verse así, expuesta hacia sí misma, día tras día, año tras año, su reflejo en el espejo acusándola constantemente: -y todo lo que pudieras haber sido....-. Hay veces que el prospecto de semejante batalla consigo misma es tan pesado, que mejor se postra en el sillón, enciende la televisión y se deja ir.... como el adicto con su heroína, dejando que su mente se vacíe de todo pensamiento, sucumbiendo al sueño del que está despierto haciendo nada. A veces incluso, quedándose dormida. Y así pasan, más minutos y más horas, pero ya no importa porque ella ya no está ahi, en su casa; está en un limbo momentáneo, permitiendo que su ser reestablezca algo de la energía perdida durante la noche, y el día anterior, y la semana completa, y......

Los días que sale suelen ser mejores, si tan solo por el simple hecho de sentir que hay un propósito en su ir y venir. -Si trabajara, definitivamente lo haría fuera de mi casa- se dice a menudo a sí misma. No que importe, porque la realidad nos avienta los prospectos sin previo aviso, rotundamente específicos y sin posibilidad de modificación. Pero es parte de su naturaleza eso de soñar despierta y entonces imagina que todo lo que su artista interior ve, todas esas imágenes que se le atraviesan de vez en cuando, cuando la luz y el ángulo son perfectos, todas esas líneas que piensa cuando en su mente hay paz, que se forman a veces como canciones y otras como tratados sobre cosas que la mueven a opinar apasionadamente, esas notas que se despegan del chicle mental y se acomodan, asombrosamente, en un orden casi perfecto y le incitan a tararear, melodía y armonía al mismo tiempo, los planos detallados y bien trazados del futuro de sus hijos, todas esas cosas que ve entonces, imagina que son parte de un libro, su libro, su creación; algo que es tan hermoso que merece  ser visto y compartido por cientos, miles, millones de personas. Y entonces ya su vida tuvo sentido. Entonces ya pagó su deuda con el cosmos y su lugar en él y contribuyó, consecuentemente, desde su propio material y calidad humanos. En días así, suele sonreir, sola en el coche, imaginando qué grato sería el ser, así reconocida, como las heroínas silenciosas de la historia; aquellas que han hecho y formado belleza, en personas y en cosas, las que han nutrido y fertilizado cambios, bienestar, sobrevivientes, las que han hecho a los hombres cambiar de opinión y no tener más miedo unos de otros.

El día transcurre en sus tonos de previsible normalidad. El paso por el gym, incorporado en su rutina por forzada necesidad de envejecer de manera graciosa, le recuerda que, en esto de no ir reglamentariamente a trabajar como el resto de los mortales, no está sola. El lugar está lleno de mujeres de todas edades y algunos hombres, que se ve no sufren del stress que se percibe fácilmente en los rostros de mareas de seres anónimos, trajeados, apurados, que llenan los trenes a la ciudad a temprana hora de la mañana. A esta hora, se percibe una calma relajada desde los autómatas en sus máquinas, como si estuvieran ahí más por matar el aburrimiento que por necesidad. Salvo por los frenéticos obsesos que hacen spinning, la atmósfera es tan blanda e inapetecible como los programas de tele que pasan a esas horas. Pero es un buen lugar para leer; sentada en su bicicleta, con audífonos que usa para callar el ruido externo, más que para oir música, ella se desplaza por colinas verdes, rodeada de árboles, el tenue olor del mar a la distancia.... y lee y ahora camina por las calles de Moscú, por la costa sur de Japón, por la Habana y la ciudad de México. La fantasía dura lo que tarda en comenzar a sudar. Como media hora o cuarentaycinco minutos. Después, la música la lleva a bloquear imágenes externas y enfocarse en su propio cuerpo y su elasticidad. En sus músculos y el fluir de su respiración, como cuando hace yoga. Pero siempre tiene que irse otra vez, porque la férrea estructura del día insiste en partirse cuando el sol está más en lo alto, los pendientes agolpándose en la entrada de su conciencia, sonando alarmas y recordándole que no, por ningún motivo, se le puede olvidar hacer lo que, curiosamente, se le acababa de olvidar.

Si hay una hora que se pudiera evitar, sería la tarde. Como a las 4:00. Hora funesta, donde se deja asomar trágicamente el fin del día y ella está, como todas las tardes, anclada a su coche, amarrada al volante como con esposas. El movimiento de sus tripas le recuerda que no tuvo tiempo de comer... o se le olvidó, por ahi entre sentarse a tratar de escribir, organizar sus cosas, estudiar, leer, practicar. Pero ya no importa, claro. ¿Cómo va a importar?. El día ya no es suyo, si es que alguna vez lo fue. Ahora es de los otros, de los que necesitan cosas, los que se chupan tu tiempo, tu interés, tu empatía, tus conocimientos, tu habilidad para remendar lo roto, tu memoria, tu absoluta incondicionalidad. Ella dormita en la sala de espera, en el coche, en los dos segundos antes de que suene la alarma que le recuerda que tiene que recoger a su hija de la escuela. Es inútil. Se fue. El día está perdido por completo para ella, quien todavía necesita sacar fuerzas de sus reservas casi vacías, para preparar alimentos y ponerlos en la mesa, ritual de familia que, afortunadamente, le recuerda que esto que hay sobre y alrededor de esa mesa, es obra suya y, aunque a veces fallida, es fundamentalmente una labor de amor. Prudentemente, estos pensamientos la relajan un poco. Si alguna cosa, sus hijos podrán algún día hablar sobre la comida que les preparaba su madre y a veces su padre; sobre lo buenos y malos que eran ciertos guisos y sobre el poder de la conversación. El poder de sus palabras, que a veces hiere... pero otras, nos torna dulces. Ella ve ocurrir estas cosas como una película en cámara rápida, donde las mesas, las sillas, los comedores, los platos y las personas, van cambiando con el paso del tiempo. Sabe que la película continuará, en sucesivos cambios de escenografía y actores, pero siempre la misma escena. Y eso es su vida, hasta ahora. Esta película, que no es su libro pero es otra cosa. La certeza de que somos el cosmos y la existencia efímeros cometas.

Como siempre en las noches, trata de que no la invada el sueño; ¿cómo desperdiciar estos momentos de total falta de trabajo y actividad?. Ya checó tarjeta. Ya acabó y ahora quiere salir a jugar... pero es de noche y, además, está terriblemente cansada. Sin embargo logra, a fuerza de pura necedad, salir al recreo, el suyo; al lugar donde sabe que hay otros que gozan lo que ella y se permiten desvelarse juntos, fuera de sus casas y sus responsabilidades. Almas de niños cansados que todavía pueden echarse una última vez de la resbaladilla y que, alegremente, esa termina siendo la mejor de todas, cuando el cuerpo se deja ir, libre y cerramos los ojos para que la sensación nos envuelva desde todos los frentes. Esas noches, al llegar a casa, no puede dormir porque su ser fue inyectado por esa buena dosis de vida. Entonces se sienta, en la silenciosa soledad del sillón y la televisión, pensando en qué haría, qué cosas sería capaz de crear, si el día tuviera más horas. ¿Lograría escribir su magnus opus?, ¿intentaría salir de casa y atacar las fallas del mundo una por una?, ¿buscaría quién la empleara para usar su tiempo en algo aparentemente importante y necesario, so pretexto de recibir un cheque a fin de mes?. Pensar en dinero la deja callada y melancólica. Desgraciadamente, ella no lo tiene. Por años, su moneda ha sido su dedicación hacia los demás. Su modo de comercio, el trueque. Su cuenta de banco, una caja enorme llena tan solo de recuerdos, viejas fotos, escritos, dibujos, cuadernos y exámenes, dientes de leche, mechones de pelo, figuritas del árbol de navidad, películas caseras, cartas de amor y cartas a Santa Claus, viejos recibos, letras de canciones, una guitarra, la voz de sus padres.
En la infinita soledad de su almohada, se pregunta si ella es rica, o tan solo un objeto más en aquella colección.

jueves, 3 de marzo de 2011

Desde su sueño

...y cuando abrió los ojos, el momento había pasado.
¡Qué breve es el gozo!, qué breve el sueño de la mujer que es muchas,
miles de partículas que forman su imaginación desbordante.

Cuando se da cuenta, el mundo fuera de su espacio es extrañamente plano,
unidimensional y bicolor. Como una fotografía en tonos sepia.
Sin embargo su corazón palpita fuerte y su cuerpo aún siente la mar agitada
y la claridad del aire, fresco y florido del placer vivido.

En alguna esquina de su memoria, el sentimiento la acompañará,
velado tal vez por varios dobleces de las horas que le continúan.
En su día de repeticiones y minutos acelerados,
a ratos se dará el gusto de sonreír, hacia afuera un poco y hacia adentro luminosamente,

por la felicidad del juego que es fuego
de sus propios amaneceres.


Detalle de un cuadro de Dalí que está en la National Gallery en Washington, D.C.

martes, 1 de marzo de 2011

Montepío

Con mi padre, Mila y Erwin, en Montepío, por ahi entre el 80-81.




Una de las cosas que más le gustaba a mi papá de salir a la carretera, como ya mencioné en un texto anterior, era meterse a brechas impasables y descubrir a dónde llegaban. Lamentablemente, y por muchos años, los vehículos en los que participábamos de semejantes expediciones, no eran de la capacidad necesaria para pasar, siquiera, pequeños vados, caminos imposiblemente lodosos, troncos en el camino. Ni siquera el machete, que siempre guardaba celosamente en la cajuela, pudo en dichas ocasiones ayudarnos a salir del paso (aunque sí pudo efectivamente satisfacer sus fantasías personales a la "Chanoc" o "Sandokan").
No, pues; porque finalmente, una pequeña camioneta Datsun, una super lenta y riudosa camper Renault, (de modelo "Estafeta" lo recuerdo bien), el vocho de mi tía, el viejo Chrysler de los tíos, todos éstos eran autos de ciudad. En México no se usaba entonces que cualquiera tuviera su super camioneta AWD, o 4×4, o super llantas de refuerzos de acero. Quizá en los ranchos la gente tenía el buen sentido de ahorrar toda la vida y eventualmente comprarse una pick-up, aunque para los trajines diarios siempre se favoreciera el uso del tractor o, en su defecto, el burro.

Cada vez que tuvimos que dar por perdida la misión y voltear los carros para volver por donde venimos, mi papá se decía a sí mismo: "uno de estos días, vengo aquí con una camioneta de doble tracción y ¡ya verán!". Y así pasaron los años, y los coches, y la frustración de perder horas y horas y casi despedazar el pobre auto para poder llegar a lugares como Montepío, por ahí cerca de los Tuxtlas, en Veracruz. Algo tenía mi padre con ese lugar, al cual ahora se le refiere como una de las mejores playas del Golfo (según una búsqueda rápida en google). En aquel entonces, no era sino una de tantas otras playas a las que llegábamos a montar campamento cuando niños, cosa que, para mi memoria perennemente miope, no era causa de mayor emoción. Mis recuerdos de infancia son de aspectos mucho más cercanos, digamos como de medio metro: la camioneta, la tienda de campaña, la mesa plegable, la crema nivea en la cara para las quemaduras, los palitos que te hacían recoger para alimentar la fogata, y que yo en cambio utilizaba para hacer dibujos en la arena, las noches cálidas, aquella vez que nos tocó ver un eclipse total de sol y lo vimos a través de varios negativos de fotos (yo no ví gran cosa, pero sí recuerdo la noche en medio del día y su repentino despertar).
Pero divago. Mi historia seguía en el asunto del transporte, y grata fue la fortuna que nos acompañó por ahi por los años 80 cuando, por audacias de una eccéntrica primera dama, se le infundió a las artes en México un fondo bastante meritorio, del cual mi papá fue agradecido recibidor. Ya no eran tiempos de vacas flacas, sino de toros salvajes y así nos llegó con la noticia un día, lleno de felicidad mi padre, que finalmente se había comprado su camioneta, Jeep Wagoneer, de doble tracción. Lo primero que dijo fue: "Y con ésta nos vamos a ir a Montepío". Como todas las declaraciones del jefe de familia, ésta no encontró ninguna oposición (aprendimos muy chicos que, aunque nuestros valores fueron siempre democráticos, en mi casa se vivía una dictadura tácita), salvo que mi madre, cansada ya de estos agotadores viajes en los que, por supuesto, siempre le tocaba la peor parte (la de cocinar, lavar todo, hacerse cargo de los niños, sufrir las peores quemaduras del sol y los piquetes de mosquitos), dijo que no gracias y que ella no iba. Tras el shock inicial, mi padre tuvo que conformarse con la idea de llevarnos a mi hermana y a mí y al novio de mi hermana en lugar de mi hermano, que no sé porqué no fue al final. De último momento, y pensando que como único adulto él tendría que hacerse cargo de prácticamente todo el trabajo pesado, decidió entonces invitar al tío Manuel, alocado primo de mi mamá que siempre estaba dispuesto a seguir a mi papá a donde fuera y dejarse mangonear por él, siempre con la sonrisa en la boca y las ganas bien puestas.

¡Y que nos vamos a Montepío! Mapa de Montepío
Mi padre como niño chiquito, salivando ante el prospecto de estrenar su vehículo todo terreno; ya había hecho algunas pruebas, en el camino de terracería a Amatlán (que por cierto acababan de arreglar y estaba bastante transitable...chín), tratando de subirse a piedras gigantes, buscando lodo por algún lado, (aunque no había llovido). Pero no importaba, finalmente la prueba de hierro se llevaría a cabo en el escabroso camino de la sierra de los Tuxtlas, tierra exhuberantemente hermosa cuya belleza natural te pone a cantar, aunque no sepas. Y así de contentos íbamos todos, los cinco, cantando, contagiados por la emoción mientras más nos acercábamos a la bifurcación que nos llevaría a la playa, tan sólo para darnos cuenta de que, durante el último año, a algún idiota jijo de su mal dormir, se le había ocurrido ¡pavimentar la carretera!

Es extraño el día en que, con todo y que sabes que es totalmente en contra de las reglas, pecaminoso casi, comienzas a reírte de tus padres. ¡Oh, pero cuánto nos hemos reído!, todos menos Manuel, quien iba adelante y trataba de mantener una solidaria cara de coraje y decepción, pero que por la risa contenida parecía más bien como de dolor, de ese como de extracción de muelas. Mi papá, furioso por el vuelco cruel y despiadado que el destino le había puesto enfrente, decidió entonces tratar de meter el coche por la maleza, solo para darse cuenta de que una cosa es la doble tracción y otra muy distinta no tener llantas de oruga, como los tanques de guerra. Ya llegados a la playa, y más calmado (la vuelta y cambiada de las susodichas velocidades, cosa nada simple ni dócil en esos modelos de antaño, quiera que no lo habían hecho quemar bastante adrenalina), pudo entonces, tras dejarnos bajar y empezar a montar el campamento, darse a la tarea de recorrer la playa de un lado a otro, dando giros y frenazos, buscando la manera de estancarse en la arena para luego desestancarse, una y otra vez.  Lo dicho; alguien tuvo que haberle regalado más juguetes a ese pobre negrito, cuando niño.

Nos hemos reído y, finalmente, él también con nosotros, tal vez en algún lugar de su ego habiendo encontrado el humor en semejantes historias. Finalmente, su sabiduría se hizo presente como de costumbre: "no importa la meta, lo que importa es el camino recorrido". Y, habiendo recorrido tantos kilómetros al lado de mis padres, dando por sentadas tantas cosas que, ahora entiendo, son encabronádamente difíciles, doy gracias, eterna, enorme, apasionadamente, por la infinita fortuna de haber nacido en su seno. Por la vida que me dieron y la importante educación del día a día. Mi madre se habrá quedado en casa aquella vez, pero su serenidad y firmeza, su habilidad de hacer y conceder, de proveer y compartir, nos acompañaron todos los días e hicieron de ese, el último viaje que hicimos a acampar, algo memorable y un hito en mi entrada hacia el mundo de los adultos. Yo tenía 13 años y nunca me sentí más lista para atacar al mundo de frente, como un toro salvaje.


*Aquí un video que me encontré, del camino (pavimentado) actual a Montepío.
camino