jueves, 6 de noviembre de 2014

De cumpleaños memorables

En mi familia se acostumbraba hacer mucho barullo por los cumpleaños. O será que eso es cosa normal de todas las familias: anunciar que viene, buscar un regalito, planear la fiesta de los hijos cuando están chicos, esperar que te feliciten todos los cuates en la escuela, que te llame tu abuelita y todas las tías, que haya pastel con velitas, que en el restaurante te canten las mañanitas los meseros, que te hagan tu comida favorita (fideo seco), que haya fiesta (y si es sorpresa, mejor), que te pregunten qué quieres, que por un día tus hermanos te traten bien y/o que tus hijos se porten lindos contigo.
Pero cumpleaños tenemos todos los años y es imposible acordarse de todos, sobre todo mientras más viejo se hace uno. (Abro aquí un paréntesis para comentar que Fernando -mio marito- asevera que él por supuesto que se acuerda de todos sus cumpleaños, pero como todas sus exageraciones, esta es fácil ponerla en duda). Y de cualquier manera, realmente sólo unos cuantos puede uno tachar de memorables, sea por las razones que fueren (recuerdo fiestas de amigos donde llegó la policía, o donde hubo un descalabrado, o donde el festejado vomitó casi encima del pastel, etc.), y en mi caso, que cuento con la peor memoria en la historia de la humanidad, con más razón. Ahí van, pues:

El cumpleaños más antiguo que recuerdo ni fue mío ni estuve ahí. Se trata de una fotografía que, por alguna razón, ha permanecido por siempre en un cajoncito de mis recuerdos.. Es el primer cumpleaños de mi hermano Santiago, y en la pequeña foto se ve en primer plano un pastel con una vela y justo detrás, con una sonrisa increíblemente roja del bilé característico, mi abuela, con su abrigo peludo, siempre arregladita como pa ir de boda. A la izquierda, sostenido por detrás por mi papá, está mi hermano en tremendo llanto, la boca toda abierta, los ojos cerrados. Varias cosas me llamaron siempre la atención de esta imagen: una, ¿cómo puede alguien sufrir durante un momento que es, intrínsecamente feliz y sólo para uno mismo? No hay mejor momento para regodearse en nuestro egocentrismo que celebrando un cumpleaños. ¡Mírenme! ¡Adórenme! ¡Soy yo y nada más que yo, la única persona viva en este momento! Entonces no entendía que aquel bebito de tan sólo un
año no se la estuviera pasando bien; "pero, Santiago, ¡mira tu pastel! ¡y mira a mi abuelita y mi papá, tan contentos!" (porque sí, típico de dramas de fiestas infantiles, el nińo llora y patalea y los demás insisten en cantar y celebrar y reír...bien esquízoide el asunto). Dos, y esto lo pensé muchos años después claro, mi abuela se ve exactamente igual en esa foto de 1964, que en todos los años consecutivos en que yo la vi y conviví con ella. Todos, os digo. (Mi adorada abuela Lucha murió en 1994 a la tierna edad de 94, informo). Tres....¿dónde está mi mamá? Para todo aquel que nos conozca, es bien sabido que mi madre fue la creadora y ejecutadora de absolutamente todas nuestras fiestas, celebraciones, acordaciones, regalaciones y demás cosas que tuvieran que ver con nosotros hijos pequeños, y mi papá era el señor de la casa, viendo todo dese afuera o un ladito. Francamente a mi me impactó siempre muchísimo ver al Negro en tal cuadro doméstico: fiesta infantil, cargando al niño (que berrea, además). Quizá es esto último lo que da a esta fotografía su carácter más irreal, bizarro, digno de recordarse. Moving on!

Mis quince años. Ah, la quinceañera rebelde, anti-establishment, que nunca jamás en la vida pasaría por semejante ritual cursi y decadente, ni osaría en un millón de años vestir de olanes, crinolinas y
colores pasteles. Mi papá bromeaba que iba a pedir máquina de hielo seco porque al bajar por la escalera con mi gran vestido, para ser recibida por mis chambelanes, se requería hacerlo con todos los efectos correspondientes. Pero no. Yo pedí la misma fiesta que mi hermana dos años antes: una rumbeada sólo para mi. (Aclaro que rumbeadas, había todo el tiempo en mi casa; la diferencia es que aquellas eran de y para los adultos, nosotros siendo tan sólo meros espectadores). En esta, no habría adultos, más que para tocar la música, claro, no habría códigos ni vestidos, todos mis amigos serían mis chambelanes, TODO el mundo estaba invitado (años después me entero que el mismo Fernando con quien me casé diez años después y que entonces ni conocía, llegó a mi fiesta de colado, entre
tantos otros) y en vez de vals habría guaguancó, porque eso decidió mi papá y yo asumí como mandato directo de Changó. Esta es una versión muy cercana de lo que fue ese momento de absoluta megalomanía, cuando todos los ojos están en ti y tu mismo padre te regala esta joya, en presencia del mundo admirador:

Finalmente, más que memorables, recuerdo cumpleaños que tuvieron una pizca de absoluto gozo o peculiar significancia: aquel en que me fui sola a un retiro yoguistico, aquel de mis cuarenta con todos los cuates en México, aquellos todos de mis hijos (sí, lo sé, esos sí los recuerdo pero no me pregunten porqué), y hoy día, estos que te inundan de cariño por las redes sociales (arquetipo mismo de la auto-complacencia que vuelve de los cumpleaños un asunto de verdadero goce narcisista) porque, ¿a quién no le gusta recibir muchos regalos?





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