lunes, 4 de abril de 2016

Yo vivía adentro de mi madre.

Yo vivía adentro de mi madre.
De todos los lugares del mundo, aquel era el más bello. Su luz natural era radiante; su espacio, cómodo; su calor, ni tan-tan ni muy-muy. Todo dentro de mi madre era perfecto. Siempre fue perfecto, como si hubiera sido señalada por un designio divino a ser madre, la madre nuestra y de cientos y cientos de niños que, aún no salidos de su vientre, fueron inyectados por su alma maestra y generosa.

Yo vivía adentro de los oídos de mi madre, que tamborileaba ritmos varios y divertidos sin cesar; que escuchaba cantar el viento y le corregía su entonación; que cantaba nanas y canciones de protesta con el mismo desapego. Aunque sus ojos fallaron varias veces, sus oídos nunca mermaron; ni con bandas de alientos desafiantes y orquestaciones diabólicas que sonaban a ratos en su radio UNAM. Mi madre nos regaló oídos para escuchar de todo, pues los suyos eran enormes y le sobraban.

Yo vivía en el corazón de mi madre. Si pienso en un corazón abierto, sea el de una ilustración de libro médico, sea el de un dibujo infantil, sea el de una metáfora o el de una religión, en lo que pienso es en el pecho de mi madre, de donde nació el amor, el amor inocente, libre, el que no falta, el amor resucitado por pérdidas pasadas, el latido y bombear constante de su alimento.

Yo vivía adentro de mi madre, cuando los terrores nocturnos me asaltaban inclementes. Cuando al estar lejos de casa buscaba sosiego. Cuando las punzadas crueles de la adolescencia me rasgaban la piel por pedacitos. Cuando el peso de mi propia vida me atemorizaba peor que los monstruos bajo mi cama, y no podía enfrentar el mar picado de la responsabilidad adulta, algo dentro de mí, un mecanismo aprendido y perfectamente ensamblado me tomaba de la mano y me llevaba directamente al centro de mi madre: a su regazo, a su plexo, a su útero, ahí donde todo es paz y nunca, nunca pasa nada malo.

Vivo lejos. Vivo fuera. Tal vez se me culpe. Mas, en tantos años de trabajo de parto, ella ha dejado estirar ese cordón para que yo me vaya. Sabiendo siempre que no me fui, claro, como lo sé yo. Pues su fuerza es la del sol, radiante siempre, de quien sentimos su calor no importa en qué punto ártico te encuentres. Y porque sé que le duele que le quitaron un apéndice, pero no le importa. Yo viví adentro de mi madre, libre de renta durante tantos años y ella....tan solo me amaba y me cobijaba y me murmuraba canciones haciéndome cosquillitas en el oído con su nariz.


1 comentario:

  1. Sigue escribiendo así Andrea...leerte nutre el alma. Abrazos...Marsha.

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