miércoles, 27 de enero de 2016

A cinco años que te fuiste.

Mi papá nació en invierno. Sin embargo, nunca soporto el frío. Usaba su chamarra, grande, gorda, incluso dentro de su casa. A la playa iba de pantalón largo y botines. Cuando me mudé a Estados Unidos juró no venir a visitarme, por un lado por su desprecio a los imperialistas yanquis, y por el otro por el invierno. Pero después vino, claro. En otoño y en Navidad; y no hubo manera de hacerlo que saliera de la casa para fumar. Fumó bastante poco en aquellas ocasiones.
Cuando salíamos de vacaciones los veranos, varias veces nos metimos a acampar en la jungla del sureste, mi madre y yo sufriendo, casi asfixiándonos con el calor (¡y los mosquitos!), la humedad del trópico pegándonos la ropa, no encontrando respiro bajo ningún árbol, nuestros sensibles ojos adoloridos de tanto sol. Y mi padre, fresco como una lechuga, de guayabera, pantalón y botines, ni siquiera un sombrero. Inmune total al sol, horas trabajando bajo el rayo inclemente y lo único que pedía era una cuba con hielo; tal vez una cerveza. Nunca bebía agua.
Mi papá murió en invierno. En su casa de Coyoacán, donde siempre tuvo un jardín lleno de plantas y algunas flores, donde siempre pegaba el sol, él vivía de pants o pijama bajo su inmensa chamarra, pues siempre tuvo frío . Desde hacía varios años que solo se vestía para salir, y eso dependía de si la ocasión o la visita lo ameritaba, detalle que limitaba las ocasiones de su cambio de guardarropa pues para él, todos eran sus amigos de confianza. Quien lo conocía sabía que era normal encontrárselo exhibiendo su flacura bajo los delgados pantalones de la pijama grises, sus hush puppies y su chamarrón. Podías incitarlo a quitársela, en una comida en el caluroso Cuernavaca, en el coche bajo el sol del mediodía defeño, en la terraza soleada de algún amigo, pero a lo más que llegaba era a desabrochársela. ¿Porqué no te la quitas? Le decía yo. -Porque aquí tengo mis cosas-, o sea sus cigarros y sus llaves. Incluso cuando al fin dejó de fumar, no podía estar lejos de sus llaves; como si temiera una tragedia inesperada y él tuviera que estar preparado para salir al coche...o para abrir una puerta que no requiere ser abierta pero está siempre bajo llave.
Pero en el invierno de sus ochenta años, el frío le ganó la batalla al fin y se lo fue llevando poco a poco. Lo abrazamos mucho, más para sentir nosotros su calor que él el nuestro. Porque estoy segura que ya estaba él, en su mente, dejándose bañar por el calor de Tlacotalpan, bebiendo una cuba al lado del río...
Salvador Ojeda
27 de enero de 1931- 9 de febrero de 2011

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