miércoles, 9 de abril de 2025

Master William


Estuve en Londres en 2023 por mi cumpleaños. Gran aventura, no había estado desde mis primeras peripecias de recién casada cuando Fer estaba en Oxford y yo me vine con él, y a veces, cuando nos daba el ánimo gastalón decíamos "¿vamos a Londres?" y eso significaba gastar dinero que no teníamos pero, what the hell! Era la CIUDAD cerca de nosotros, ratas de alcantarilla criados en otra gran urbe. Para mí era necesario. Y en fin que aquellas escapadas nos llenaban de vida, de emoción, cualquier cosa que yo veía—que en mi limitada conocencia del mundo a través de fotos, portadas de discos y películas, Londres me parecía el mundo de la rebeldía, de la imparable historia, de todas las ficciones habidas y por haber—yo me tragaba como niño hambriento de pastel. 

        La otra cosa que no podía yo dejar de pensar desde que llegué a Inglaterra, es que estaba pisando la tierra del maestro Shakespeare. Claro, yo habiendo apenas acabado la carrera de teatro en la UNAM y teniendo bien fresquito en todo mi ser mi clase favorita que fue Teatro Isabelino, desde que llegué a tierras bretonas en lo único que pensaba era en cuándo iba yo a ver a William, pisar sus calles y sus escenarios, y los de Chris Marlowe (otro héroe mío). Es decir, imaginar, desde las lejanas tierras que nos vieron nacer y sólo por la poderosa magia de los libros y las palabras que los llenan, los suelos que estos autores pisaban, y la inspiración que recibían de su alrededor, el clima, el Támesis, las cloacas, la campiña, los lordes y los plebeyos, los mercados y los olores, y los teatros...

        Nos tomó cerca de un año o más finalmente ir a presenciar una obra de la Royal Shakespeare Company, que vimos en el mismo Stratford-upon-Avon (donde dicen nació el bardo), y que en aquella ocasión tocó el turno de The Merry Wives of Windsor, obra que—honestamente—no conocía yo muy bien pero que igual disfruté enormemente. En el inter, en nuestros paseos por Londres por ahí pasé enfrente del Globe y casi me desmayo de emoción; y por supuesto, me paraba en cada librería y soñaba con volverme una estudiosa de las letras inglesas y resolver todas las preguntas, mitos, conspiraciones, que se han creado por siglos sobre el buen Willy. Ah, que rico soñar... Y es maravilloso encontrarse en ciudades que conociste en la literatura, porque entonces las ves, las respiras como sólo tú lo entiendes; a través de tus porpias vivencias a través de la lectura. Eso es Londres, para mí: una ciudad de literatura.

        Y así llegamos a este día, años. muchos años después de que fuese yo alumna de teatro y devoré todo el Shakespeare que pude, después de que me olvidé de todo eso, después de que la vida se me presentó como real, y no como ficción. Años después volví a esta maravillosa ciudad y, concientemente, llegué sin ninguna pretensión, sin ningún plan; iba yo a disfrutar de estar solo ahí, de verla desde esta nueva mirada (¿adulta?), de dejar que me sorprenda sin esperar nada. Y ahí estaba de pronto este mural, apareciendo de repente, ni me pregunten dónde. No sé si fue el tamaño, o lo escondido que estaba, o lo fortuito de su aparición, pero para mí fue como un designio. "Tómame una foto" le dije a Fer. Tenía yo que dejar constancia de que yo, y él, y esa ciudad estamos conectados. Porque yo no soy quien soy sin lo que aprendí de él. Y él no es quien es sin lo que aprendió transitando en esas calles, recibiendo, oliendo y soñando en medio del asombro cotidiano de todo lo que pasaba y se pensaba en esa ciudad. Yo no sé quién más hace esto, pero cuando camino por una ciudad vieja, siento que mis suelas no solo pisan, sino que absorben.


 

martes, 8 de abril de 2025

El periplo del héroe (parte 1)

 Eso de la distracción es algo fuerte. En mi caso, fatal incluso. La distracción—no diagnosticada desde la infancia y exacerbada en la menopausia—me deshabilitó la capacidad de de entregarme a proyectos difíciles, me negó aprender disciplina y, al sentirme inccompetente para accesar estas cosas, me llenó de inseguridades y mantuvo mi autoestima en una constante cuerda floja, en donde por momentos lograba incorporarme y dar pasos equilibrados solo para resbalar de nuevo y acabar sujetándome de la cuerda con una mano.

Dicen que a mucha gente con Trastorno de Déficit de Atención (TDA en español, ADHD en inglés) nos salva el hecho de ser inteligentes y por lo tanto haber aprendido a sobrellevar las deficiencias comunes a este trastorno, con herramientas y habilidades aprendidas (prueba y error, básicamente), y con el sobrecompensar en otras áreas para poder funcionar "normalmente" en sociedad. Obvio, cada experiencia es diferente, y en esto influyen muchos factores como: género, edad generacional, nivel socioeconómico, educación, etc.

No pretendo hacer un tratado sobre el TDA, literatura hay ya demasiada. Tampoco intento regodearme en la comunalidad de aquellos que lo padecen y les encanta mostrarlo en las redes, como si al explicarlo de manera divertida el mundo va a decir "oh sí, yo conozco cómo es eso, qué gracioso, o qué interesante" y ya, somos aceptados y tener TDA como adulto es normal. Bien. ¿Y luego? Mi pareja sabe y entiende lo que padezco desde hace más de 25 años y aún hoy día se sigue molestando por cosas o maneras de actuar que tengo, características de gente con esto y que empleo como mecanismos de supervivencia y de control de mis capacidades de funcionamiento diario. Pero bueno, decía yo que mi inetención no era hablar de esto como para victimizarme o crear sentimientos de compasión en los demás. En ese sentido, ya fui y vine de regreso, ya lo trabajé conmigo y con mis hijos—quienes son miembros de este club también—y ya no importa ni el diagnóstico ni la comprensión social.

¿Por qué escribo esto entonces, y qué tiene que ver mi trastorno distractible con el viaje del héroe? ¿De qué estás hablando, Willis?

Recientemente me encontré en una coyuntura; nido vacío, tiempo y espacio (pese a su relatividad, ambas cosas se presentaron literalmente), confrontación conmigo misma. Salvo la primera, que atiende a circunstancias de vida reales y temporales, las otras sé muy bien que se nos presentan todo el tiempo a lo largo de nuestra vida. Sólo que en mi caso me sucedieron ahora, súbitamente, diríase que a manera de llamado. The famous calling of the hero. Por cierto que yo entiendo la palabra HÉROE como una sin género, así que dejaré de lado a los clásicos héroes (todos hombres) a los que se refiere la histora y los libros y me enfocaré en el héroe que somos todes (sic). Decía pues que recibí un llamado y éste me dijo que debía de salir y realizar un montón de pruebas para encontrar la llave que abre la puerta al secreto de (chan-chan-chaaaá....) YO-QUIÉN-SOY. ¡Pá la madre! me dije. ¿Te cae?....y lo pensé unos días.

Tras toda una vida de surfear el día a día echándole todos los kilos, para simplemente llegar a la noche y repetir el ciclo al día siguiente, usando como combustible la prisa y sensación de fatalidad inminente (traduzco directo de impending doom que es lo que siento normalmente), finalmente me pregunté si todo esto no era más que una respuesta, humana supongo, a las circunstancias que me presentó la vida y mi capacidad (o falta de) de enfrentarme a ellas, y si al final no sería lógico presentar mi caso al universo de que ademas de haber sido por tantos años (58 al día de hoy) una niña, una adolescente, una estudiante, una artista, una madre, una esposa, ¿soy también una Andrea? y a todo esto, ¿qué es una Andrea y cuál es su propósito? Preguntas que debe cada uno hacerse, creo yo, si no ¿cómo justificamos lo que percibimos como nuestra existencia en este mundo...real o figurativo o parte de nuestra imaginación? (les recuerdo que estoy casada con un físico teórico por lo que asumir que existimos es un tema en el que nos podemos clavar hasta el infinito). 

Después de pensar varios días volví al llamado y le dije: va.

Y me puse a hacer y buscar: caminos, soluciones, tratamientos, curas, diálogos, haceres, para romper con el hábito de quien tenía que ser porque ese ser me estaba debilitando demasiado. Sobre todo porque no me dejaba dormir, y al no dormir dejé de soñar, y el soñar es lo que nos da alas para volar. Ahora, después de unos meses de tomar una pastillita ovalada que me dio mi joven doctora que para bajarle a la ansiedad generalizada (de vivir preocupada por todo y porque todo se me puede olvidar de un momento a otro), me descubro de nuevo soñando. Y qué digo, ¡soñando! unas maravillas, locochonerías, psicodelia pura. Había olvidado completamente lo que era eso...y el poder pensar en lo que estás soñando, analizando incluso, al mismo tiempo que lo sueñas. Como estar viendo una película muy interesante. Oh sí...y qué personajes, uffa! Me estaba perdiendo de tanta información, de mí, de mi interior más profundo (valga el cliché) por no haberme hecho cargo de YO. 

Así que este héroe oye el llamado y va a ver al oráculo (¿o será orácula?) quien le dice que sí, todo bien con ese asunto de las pastillitas y soñar en technicolor, pero que ahora lo importante es ir y enfrentarse  a las bestias, esas fieras y titanes que pululan sin respeto por la vida y nos aplastan cuando quieren, como a gusanitos en la banqueta. De pronto hay unos que se metaforfosean en algo más próximo, algo o alguien cercano, y caemos en sus trucos y cuando nos damos cuenta queremos confrontarlos en batalla, donde por lo desigual del terreno y el armamento no duramos ni el arranque. Vuelta al fuerte, a nuestra húmeda tienda y al catre polvoriento que recibe nuestra cara en una vieja almohada que mantiene como un molde su forma y donde nuestras lágrimas ancestrales han dejado manchas imposibles de lavar. Nel, qué, ¿enfrentarme a esos? ¡ni madres!. Esto lo pienso yo, claro. ¿Cómo se me va a ocurrir contradecir a la orácula? tras de que se me ha otorgado semejante misión...o sea. Así que me quedo calladita, observando y absorbiendo la magnitud de lo que me está pasando. "Sí. Claro. A eso vamos, que es lo que toca. Pero ¿y si no puedo? o ¿es que me van a dar así como...un arma especial, un escudo con poderes, poción mágica del druida Panoramix?". Alea jacta est, digo orgullosa. O resignada. Una de las dos.



lunes, 4 de abril de 2016

Yo vivía adentro de mi madre.

Yo vivía adentro de mi madre.
De todos los lugares del mundo, aquel era el más bello. Su luz natural era radiante; su espacio, cómodo; su calor, ni tan-tan ni muy-muy. Todo dentro de mi madre era perfecto. Siempre fue perfecto, como si hubiera sido señalada por un designio divino a ser madre, la madre nuestra y de cientos y cientos de niños que, aún no salidos de su vientre, fueron inyectados por su alma maestra y generosa.

Yo vivía adentro de los oídos de mi madre, que tamborileaba ritmos varios y divertidos sin cesar; que escuchaba cantar el viento y le corregía su entonación; que cantaba nanas y canciones de protesta con el mismo desapego. Aunque sus ojos fallaron varias veces, sus oídos nunca mermaron; ni con bandas de alientos desafiantes y orquestaciones diabólicas que sonaban a ratos en su radio UNAM. Mi madre nos regaló oídos para escuchar de todo, pues los suyos eran enormes y le sobraban.

Yo vivía en el corazón de mi madre. Si pienso en un corazón abierto, sea el de una ilustración de libro médico, sea el de un dibujo infantil, sea el de una metáfora o el de una religión, en lo que pienso es en el pecho de mi madre, de donde nació el amor, el amor inocente, libre, el que no falta, el amor resucitado por pérdidas pasadas, el latido y bombear constante de su alimento.

Yo vivía adentro de mi madre, cuando los terrores nocturnos me asaltaban inclementes. Cuando al estar lejos de casa buscaba sosiego. Cuando las punzadas crueles de la adolescencia me rasgaban la piel por pedacitos. Cuando el peso de mi propia vida me atemorizaba peor que los monstruos bajo mi cama, y no podía enfrentar el mar picado de la responsabilidad adulta, algo dentro de mí, un mecanismo aprendido y perfectamente ensamblado me tomaba de la mano y me llevaba directamente al centro de mi madre: a su regazo, a su plexo, a su útero, ahí donde todo es paz y nunca, nunca pasa nada malo.

Vivo lejos. Vivo fuera. Tal vez se me culpe. Mas, en tantos años de trabajo de parto, ella ha dejado estirar ese cordón para que yo me vaya. Sabiendo siempre que no me fui, claro, como lo sé yo. Pues su fuerza es la del sol, radiante siempre, de quien sentimos su calor no importa en qué punto ártico te encuentres. Y porque sé que le duele que le quitaron un apéndice, pero no le importa. Yo viví adentro de mi madre, libre de renta durante tantos años y ella....tan solo me amaba y me cobijaba y me murmuraba canciones haciéndome cosquillitas en el oído con su nariz.


miércoles, 27 de enero de 2016

A cinco años que te fuiste.

Mi papá nació en invierno. Sin embargo, nunca soporto el frío. Usaba su chamarra, grande, gorda, incluso dentro de su casa. A la playa iba de pantalón largo y botines. Cuando me mudé a Estados Unidos juró no venir a visitarme, por un lado por su desprecio a los imperialistas yanquis, y por el otro por el invierno. Pero después vino, claro. En otoño y en Navidad; y no hubo manera de hacerlo que saliera de la casa para fumar. Fumó bastante poco en aquellas ocasiones.
Cuando salíamos de vacaciones los veranos, varias veces nos metimos a acampar en la jungla del sureste, mi madre y yo sufriendo, casi asfixiándonos con el calor (¡y los mosquitos!), la humedad del trópico pegándonos la ropa, no encontrando respiro bajo ningún árbol, nuestros sensibles ojos adoloridos de tanto sol. Y mi padre, fresco como una lechuga, de guayabera, pantalón y botines, ni siquiera un sombrero. Inmune total al sol, horas trabajando bajo el rayo inclemente y lo único que pedía era una cuba con hielo; tal vez una cerveza. Nunca bebía agua.
Mi papá murió en invierno. En su casa de Coyoacán, donde siempre tuvo un jardín lleno de plantas y algunas flores, donde siempre pegaba el sol, él vivía de pants o pijama bajo su inmensa chamarra, pues siempre tuvo frío . Desde hacía varios años que solo se vestía para salir, y eso dependía de si la ocasión o la visita lo ameritaba, detalle que limitaba las ocasiones de su cambio de guardarropa pues para él, todos eran sus amigos de confianza. Quien lo conocía sabía que era normal encontrárselo exhibiendo su flacura bajo los delgados pantalones de la pijama grises, sus hush puppies y su chamarrón. Podías incitarlo a quitársela, en una comida en el caluroso Cuernavaca, en el coche bajo el sol del mediodía defeño, en la terraza soleada de algún amigo, pero a lo más que llegaba era a desabrochársela. ¿Porqué no te la quitas? Le decía yo. -Porque aquí tengo mis cosas-, o sea sus cigarros y sus llaves. Incluso cuando al fin dejó de fumar, no podía estar lejos de sus llaves; como si temiera una tragedia inesperada y él tuviera que estar preparado para salir al coche...o para abrir una puerta que no requiere ser abierta pero está siempre bajo llave.
Pero en el invierno de sus ochenta años, el frío le ganó la batalla al fin y se lo fue llevando poco a poco. Lo abrazamos mucho, más para sentir nosotros su calor que él el nuestro. Porque estoy segura que ya estaba él, en su mente, dejándose bañar por el calor de Tlacotalpan, bebiendo una cuba al lado del río...
Salvador Ojeda
27 de enero de 1931- 9 de febrero de 2011