jueves, 17 de marzo de 2011

La vaca ligera

Para empezar, una pequeña nota:
Por ahi del año de 1994, me dio por tomar un curso de escritura. Vivíamos entonces en el D.F. y no sabíamos que el futuro nos iba a mandar a dar de brincos de un lado al otro, cruzando la frontera norte un par de veces para finalmente establecernos en tierras yankees (o yanquis, diríamos en correcto castellano). Epoca aquella de nuevas empresas, pues nuestro matrimonio era aún muy joven, pensaba yo que algún día tal vez sería yo autora, contadora de historias o, simplemente, escribidora de palabras. Es fácil imaginarse siguiendo una vereda creativa cuando uno no ha tenido hijos o ha tenido que dedicarse por completo a construir casa en los distintos puertos que nos ha tocado habitar. Mi vida desde entonces se volvió el relleno del sandwich (o torta, si a mexicanismos nos vamos) cuya cubierta superior está empezando a formarse por medio de éste blog y la inferior, la de abajo, la que espero no se haya aguadado  mucho tras tantos años de estar ahi, sosteniendo semejantes rebanadas de historia doméstica, la comprenden aquellos textos que empecé a escribir desde niña y terminaron en aquel taller de invención literaria. 
Es de esos tiempos, esta historia que rescaté de un viaje que hicimos a Veracruz con mi papá, poco antes de irme de México por primera vez, en donde nos llevó a visitar a su joven amigo José Angel Gutierrez y Tere, su esposa, ahi en su modesta casita de un modesto pueblito de ya ni me acuerdo qué zona llanera. José Angel es un estupendo músico, requintero, uno de los más jóvenes de los muchos hijos de un acomodado ranchero de por ahi por los Tuxtlas, y es además un estupendo cuenta-historias. Los jarochos son como los irlandeses: todos tienen siempre mil historias que contar, y esa tarde, después de compartir con nosotros su escasa comida y bebida, sentados en las únicas cuatro sillas que tenían, viendo ponerse el sol en el horizonte, José Angel nos deleitó con varios cuentos, leyendas, chismes que corrían, anécdotas, durante horas. Es difícil saber qué tantas eran inventadas y qué tantas realmente habían ocurrido, siendo que su familia era de aquellas de las cuales se nutren los modernos escritores de telenovelas; pero aquí les dejo una que forma parte del enorme volumen de leyendas que componen la tradición lírica de Veracruz y que pasé al papel en algún momento de abril de 1994.



Era una noche fresca en un rancho de Tres Zapotes, muy cerca de los Tuxtlas en Veracruz. Habíamos comido, bebido unos cuantos toritos y comenzado a cantar unos cuantos sones, cuando notamos a lo lejos ruidos sordos, como un ulular que podíamos identificar como animal. "¿Qué es ese ruido?" nos preguntamos inquietos los chilangos. "¿Eso?, es la vaca ligera que sale de noche a recordarle a los rancheros su presencia", nos respondió José Angel, a quien inmediatamente le pedimos una explicación más a fondo de su respuesta. Nos dijo entonces que, por esos rumbos, en la hacienda del Horcón, hay una vaca ligera que dicen que la regala su dueño, el hacendado don José Julián Rivera; pero es hoy día que nadie, ni siquiera el más diestro de los vaqueros, la ha podido agarrar. Unos dicen que es un fantasma, otros que una mujer embrujada, pero lo que es cierto es que ella sigue ahi, libre y causándole enojos al mentado don Julián, quien la padecerá hasta que se muera.

Y nos dice pues José Angel que la historia empezó cuando, una noche, en los portales de Veracruz, Arcadio Amador (amigo personal del mencionado hacendado) vio a una mujer que le pareció conocida. En medio de la borrachera, se acercó al grupo de hombres que estaban acompañados de varias "malas" mujeres, (de esas que salen solas de noche) y reconoció en una de ellas el rostro de Inés Adriana, esposa de Julián. Aunque de una forma y color extraño, detalle por el cual culpaba a la cantidad de alcohol ingerido, a Arcadio no le cupo la menor duda de que se trataba de ella. Temprano a la mañana siguiente, se dirigió a la hacienda a confesarle a su amigo su hallazgo, pero éste no le quiso creer, arguyendo que de, de noche, nadie sale de la hacienda, cerrada a cal y canto; mucho menos su  mujer a quien mantenía ahi encerrada desde que se la llevó a vivir con él. Al insistirle, José Julián accedió a que esa misma noche, escondido en el ropero, su amigo espiara a Inés Adriana y se cerciorara de que no saliera de su habitación.
Llegada la noche y como de costumbre, la sumisa esposa enviaba a dormir a su marido tras haberlo obsequiado con un té de su preparación, que lo pondría a dormir hasta el día siguiente. Entró a su cuarto, encendió el quinqué y, despreocupada, comenzó a desvestirse. Prenda por prenda, parsimoniosamente, la hermosa mujer fue quedando desnuda, mientras que tras una rendija del ropero, Arcadio Amador, inmóvil, presenciaba un espectáculo que no hubiera creído ni por todos los brujos de Catemaco juntos. Pero eso no fue todo. De pie y muy delicadamente, la mujer entonces comenzó, empezando por la punta de los dedos de los pies, a quitarse la piel; poco a poco, subiendo por las rodillas, siguiendo por las caderas, la espalda, el vientre, el pecho, los brazos y por último, la cabeza, la mujer fue quedando en carne viva, encendida. Con mucho cuidado dobló su piel y la colocó sobre el buró.
No repuesto aún por la impresión de semejante imagen, sufrió Arcadio una más al ver a la mujer súbitamente convertirse en Arbolaria. Ante sus ojos se hallaba la transformación de la bella mujer en enorme pájaro, que al batir sus alas emitía un sonido siniestro, inimaginable. La criatura entonces, saltó a través de la ventana y brincó de árbol en árbol (de ahí su nombre) hacia su noche de libertad, rumbo a los portales de Veracruz.
Aturdido, corrió Arcadio a despertar a su amigo y contarle las terribles imágenes que había presenciado. Viendo que éste se mantenía obstinado en no creerle, lo llevó a la habitación de su esposa y le mostró la prueba fehaciente: la piel, que ahi seguía, dobladita en el buró. Hinchado en rabia y sintiéndose intensamente traicionado, el hacendado gritó, manoteó y por último, ordenó a su amigo: "¡Vete a buscar a Bartoldo, Ataúlfo y Candelario. Les pides dos kilos de sal gruesa y que se vengan para acá inmediatamente!". De vuelta los cuatro, comenzaron a esparcir la sal por todo el interior de la piel, volviéndola a dejar nuevamente en su sitio. José Julián distribuyó entonces a los otros tres afuera de la habitación, fue por su rifle y su pistola, le dio a Arcadio una escopeta y, juntos, se escondieron nuevamente en el ropero.
De vuelta la susodicha, feliz y cansada por las candentes experiencias vividas esa noche, Inés Adriana se dispuso a meterse nuevamente en su piel, pero al primer contacto de la sal con su carne viva, ésta soltó un chillido agudo, inhumano, mientras se retorcía cambiando de imagen constantemente: mujer, arbolaria, mujer, arbolaria, una y otra vez. El infamado esposo salió del ropero y descargó su revólver sobre la mujer, pero ésta no se moría. Dispararon entonces los otros rifles, escopetas, sacaron cuchillos, machetes, palos, hasta el quinqué.... pero la criatura no sucumbía; al contrario, comenzó a sufrir otra transformación. Entre gritos, aleteos y contorsiones, la mujer adquirió la apariencia de una vaca quien, embravecida, se abrió paso hacia afuera. Hasta ahí la siguieron los cinco hombres, quienes tomando turnos, intentaron lazarla. Haciendo gala de gran destreza y siendo todos estupendos lazadores, arremetieron contra el animal, causándole a éste caídas, arrastradas, magulladuras y sufriendo infinidad de cuerdas reventadas. Incluso Arcadio y José Julián, ambos famosos en el rumbo por su habilidad con el lazo, sucumbieron ante la bravura del animal, quien por su parte, se divertía riendo, llegando incluso a atravesar a los hombres, cual vapor o neblina del monte.
Desde ese día, cientos de vaqueros, arrieros, lazadores, curiosos y uno que otro loco, han intentado, sin suerte, agarrar a la vaca de don Julián, que ahí sigue, apareciéndosele de pronto a su marido para causarle enojos y otras, riendo feliz por su libertad adquirida.

Cuando José Angel terminó de contar su historia, permanecimos un rato en silencio, escuchando al viento cantar. De pronto, los acordes de una jarana se dejaron oir y la voz del Negro voló por la noche, cantando un verso del Toro Zacamandú que versa así:

En la hacienda del Horcón
Ahí 'stá una vaca ligera
que dicen que la regala
¡Ay! que dicen que la regala
don José Julián Rivera

¡Ay! nomás, nomás.....

2 comentarios:

  1. Excelente historia, tendrias que recopilar mas como esta.

    Gerardo Cardenas

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  2. Todos somos poseemos algo de la ligereza de esa vaca... Al menos algunos de nuestros deseos.

    Cuenta más de esas.

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