martes, 12 de abril de 2011

Un personaje en busca de autor.

Haciendo caso omiso de los signos a su alrededor, el personaje de la vida cambia y canta y se regocija por tan solo el hecho de estar vivo. Tal vez no le convenga ser tan desparpajado; a fin de cuentas, tiene vecinos cerca que lo ven... de vez en cuando al menos. Considera que ya es buena hora de poner cortinas en el baño; digo, quizás los vecinos no le han dicho nada, más por vergüenza que por interés. Vergüenza ajena, vaya, pues lo que sea de cada quien, el personaje tiene un aspecto que invita más al miedo que a las buenas intenciones vecinales. Aunque hay que agregar que, de ésto, el pobre no tiene ninguna culpa, pues así nació y así ha sido siempre; sin excusas ni pretextos, no le faltó oxígeno al nacer, nadie lo tiró accidentalmente de pequeño, su madre no usó drogas, alcohol ni otros potajes que causan horrores, según la sabiduría popular. El es feo nada más porque sí, y así se siente por demás a gusto. Por otro lado, sus vecinos parece ya se han acostumbrado al ogro que reside al lado, viendo que lo ogro lo lleva más bien de fuera pues, por lo demás, siempre se ha portado bastante amable y civilizado con los demás.

Pero sucede que hoy es uno de esos días en que, tal vez porque el café le quedó muy bueno, o porque la mezcla de los ingredientes en su desayuno fue la exacta y propicia para alentar alguna hormona del buen humor, pero en el aire se respira cierto optimismo, cierta alegría que comparten los pajaritos de allá afuera y continúa en una linda melodía que da de vueltas en la cabeza como un carrusel. ¡Aaah! pero qué buena es la vida a veces, se dice a sí mismo al acabar el café y dejar la taza en el fregadero. Lo que es más, hasta se antoja limpiar por aquí, dejar todo limpio, muy a tono con la alegre atmósfera de alrededor. Silba y canta y canta y silba mientras firega los trastes. El único problema es que tal parece que la capacidad de ser bello y cantar bien, en su caso resultaron ser rasgos que venían muy de la mano, como compañeros del mismo ADN y, como consecuencia, al espectáculo de aquel hombre que se aprecia en la ventana de su cocina, manoteando y dirigiendo una orquesta invisible con el mango de una cuchara, se le aúna el de que sus estridentes gritos se pueden escuchar hasta la calle, haciendo incluso que la gente se detenga y voltée buscando el origen de aquel ulular.... ¿es que hay por aquí un afilador? piensan algunos transeúntes. De entre sus vecinos más cercanos, está la joven madre de dos chiquillos, (a quienes hace tiempo les ha prohibido asomarse por la ventana de la cocina, pues luego, ciertas súbitas imágenes les han ocasionado largas noches de terribles pesadillas), quien, para contrarrestar el ruido, ha puesto el radio a todo volumen y, ahora, el vecino de arriba da de golpes al piso con su bastón para hacer que se calle. Méndigo vejete ese, que ni siquiera sabe ser anciano como se debe; ¿pues qué no se supone que los viejos no oyen nada? y ahora resulta que tiene el oído tan sensible como el de un perro. Y ya que hablamos de perros, el pequeño engendro de maltés/pekinés/callejero de la señora de enfrente, ya se puso a dar de ladridos, aunque cabría aquí aclarar que, en su caso al menos, él si lo hace con el gusto de participar del concierto colectivo, aunque en realidad parezca que se queja audiblemente como el resto del vecindario.

Nuestro personaje, ajeno a todas estas manifestaciones de vida comunal, ha terminado de lavar los platos y se dirige al baño. Mientras se rasca la barba de una semana, se plantea la posibilidad de rasurarse el día de hoy. Porqué no. El día se ha mostrado auspicioso desde su comienzo y este puede ser el signo de una nueva etapa. Nada como empezar de nueva cuenta: nuevo look, nueva personalidad, nueva vida. ¡Aaaah!..... se repite autocomplacido. Con subsecuente brío, se quita la camiseta (ha dejado de pasearse desnudo por su departamento, desde que la madre de los dos chiquillos mandó una carta a la administración del edificio, firmada por casi todos los condóminos, exhortando al individuo a que, ya que su departamento carecía de cortinas en casi todas las ventanas, al menos tuviera la dignidad de andar con ropa), y trabajando su gran corpulencia en el pequeñísimo espacio entre la regadera y el lavabo, se para frente al espejo, rastrillo en una mano, crema de afeitar en la otra, los brazos en jarras... pero mira... ¡cómo me parezco a Tuco, el feo de "El Bueno, el Malo y el Feo"!, se dice en voz alta, admirado. Silbando el tema de Ennio Morricone, afirma su postura separando las piernas y se mira a sí mismo de perfil. De pronto, en un rápido (aunque no tan gracioso) movimiento, ¡Bam! dispara una ráfaga de crema aerosol hacia su imágen. "When you have to shoot, shoot, don't talk", dice mientras con un soplido limpia la espuma de la lata. Satisfecho de su acción, decide que su aspecto le da mucha credibilidad como personaje de Western y decide que mejor no se va a rasurar.

Quizás sea un buen momento para seguir hablando de los signos de aquella mañana. El periódico no llegó, para empezar, y, aunque no un intelecutal, el personaje se jacta de ser un hombre enterado de lo que pasa en el mundo. Así hubiera leído, no en la primera plana, pero sí en la sección local, de la búsqueda de un peligroso fugitivo de la ley; alguien que había burlado a la policía al ser detenido la tarde anterior, bajo cargos de asalto a mano armada, robo de una joyería y ataque a una familia que pasaba por ahí paseando a su bebé en su carreola. Desgracia la de esta joven familia debida a las terribles coincidencias de la vida, pues el marido llevaba a su mujer al lugar, bajo el supuesto de cambiarle la pila a su reloj, cuando en cambio, la quería sorpender regalándole un hermoso collar con un pendiente de corazón, simbolizando el nacimiento de su primer hijo, un pequeño juniorcito que, a sus seis meses de vida, ya daba signos de una vida cómodamente privilegiada, manifestada por su elegante atuendo a la moda de los artistas de hoy: pantalón de pinzas, chaleco de grecas, chamarra de cuero y lentes oscuros, todo a escala ínfima de bebé. La carreola, un merecido equivalente de BMW, de esas de ancha llanta, luces, sombrilla y cualquier cosa que se le pudiese colgar. Un verdadero portento de carreola, aquel. Tanto, que al caminar por la banqueta la gente debía bajarse a la calle para que hubiera espacio suficiente para que pasara. Una de dos, o las banquetas de hoy en día no las diseñan para el confort de ciertos ciudadanos, o los vendedores de carreolas piensan que todos los padres del mundo viven en el siglo XIX, cuando las calles de la ciudad solían ser amplios boulevards, con espacio para paseantes, carreolas y carros tirados a caballo.

Pero en fin, que los signos estaban ya del lado contrario del el malhechor, quien tomó la equivocada decisión de salir a robar a media mañana, cuando sucede que hay más gente en la calle, y, al salir corriendo de la joyería, con la pistola en la mano, el botín en la otra, la máscara de luchador cubriéndole la cara, va y se tropieza de frente y con gran impulso, con la carreola y, consecuentemente, los atónitos padres que pasaban justo enfrente. En el revuelo, nadie supo bien qué hacer; la madre se puso a gritar, buscando al niño (ileso, hay que decir, gracias a la sorpresivamente firme estructura de metal del pequeño vehículo) bajo la carreola volteada, el padre caído encima de un charco, que mentaba madres por el daño a sus finos pantalones de marca, y el ladrón, boca arriba, máscara perdida, joyas desperdigadas por la banqueta, los pies enredados en el intricado laberinto de cuerdas, alambres, juguetes y sombrillas del aparato aquel. Muy poco tardó el tipo en darse cuenta que lo que tenía que hacer, era salir de esa situación rápidamente, así que, olvidando el botín y las imploraciones de la madre, se zafó como pudo de la carreola dándole  un fuerte empujón, tirando a todos otra vez (¡la puta madre!, decía el joven padre al darse cuenta de que esta vez, su fina chamarra italiana había sufrido un desgarro) y salió huyendo rápidamente por el primer callejón que encontró. Fue fácil  dar una buena descripción del asaltante, ya que eran muchos  los testigos y, sus rasgos, bastante fáciles de recordar: tipo alto, fornido, pelo medio largo y barba, pantalón negro, camisa a cuadros. La policía lo encontró cerca del lugar y fue detenido, pero pudo escabullirse nuevamente mientras lo tenían bajo custodia, gracias a la ineptitud del guardia en turno quien, creyendo que el tipo estaba honestamente perdiendo la circulación en las manos,  le quitó las esposas para ponérselas otra vez, pero resultó siendo abatido con gran facilidad de un simple codazo a la nariz, quedando tirado en el suelo, llorando la pérdida de su pistola y el dolor de una nariz fracturada.

El personaje se ha terminado de bañar y sigue silbando, ya no el tema de Morricone, sino uno más alegre, "Everybody needs somebody" de los Blues Brothers. Se decide en ponerse unos jeans negros pues siempre ha pensado que lo favorecen frente a las chicas del trabajo, aunque ellas a su vez, simplemente lo prefieren vestido de negro porque deja ver menos la mugre. Esta vez, los signos momentáneamente se le cruzan y, en vez de vestir una camisa blanca haciendo honor a Jake y Elwood Blues, recupera el ánimo cowboy de Sergio Leone y se decide por una camisa vaquera y poncho, en honor al Feo. ¡Qué lástima que ya no se usen sombreros, caray! se dice decepcionado.  Hoy es un buen día para poner películas de Clint Eastwood en la tienda, piensa. Las otras dos empleadas del video club, seguramente no estarán de acuerdo; siempre discutiendo con él pues ellas quieren poner cualquier video de sus ídolos musicales, mientras que él insiste en la vieja escuela y películas de la prehistoria (según ellas, claro, cuando la prehistoria empezó en los 60s y terminó a la hora de cambiar milenios).  Como buen personaje de la vida, termina esta escena cuando termina la música en su cabeza, sale de su departamento, cierra con llave la puerta, saluda a la niña que lo espera en el pasillo sentada en su triciclo y quien le ofrece la paleta que se acaba de sacar de la boca. Gracias, ya desayuné, le dice mientras se acuclilla a su lado. Tienen una linda relación, esos dos, aunque tiene que ser siempre a puerta cerrada, ya que la madre la reprende siempre que la ve hablando con él; ¡Ya estás otra vez hablando con el pervertido ese! le grita cada vez. Y ellos se ríen en su complicidad, pues muy a pesar de la perenne animosidad de su vecina, al personaje le gusta mucho hablar con la pequeña; de la vida, de películas, de sus mutuas historias tejidas con muñecos y juguetes viejos, aventuras cuyos escenarios caben en un angosto corredor y cuyos extras son las plantas y las macetas y alguno que otro gato despistado. ¿Quieres un chocolate? le dice la niña y le ofrece una enorme barra Hershey's. Ayer fui a una fiesta y mi mamá dice que tengo dulces para aventar para arriba; en vez de aventarlos, mejor se los voy a ir dando a la gente que me encuentre. No hay sentido más común, que el de los niños, piensa el personaje mientras guarda el chocolate en el bolsillo de atrás del pantalón. Y con esta máxima oída en su voz en off, sale a la calle.

¿Quién sabe algo de este individuo? ¿Quién lo conoce?. Aunque la gente siempre lo ha mirado con recelo y desconfianza, por su aspecto de entre vagabundo y loco excéntrico, nadie ha podido nunca echarle ninguna falta, salvo quizás sus tendencias nudistas, que, hay que aclarar, siempre se han limitado a su vivienda propia. El es un hombre que va a hablar con cualquiera que quiera hablar con él y puede ayudar a quien se lo pida. Los clientes del video club lo pueden corroborar; saben que siempre va a ayudarlos a encontrar lo que buscan, les hará oportunas sugerencias (que poca gente toma, ya que sus recomendaciones caen siempre en la categoría de "obscuras rarezas del cine independiente, mudo y casi siempre en blanco y negro") y, aunque callado, siempre ha sido afable, al grado incluso de, por momentos, llegar a esbozar algo parecido a una sonrisa... o al menos eso parece, cuando la barba es más corta o hay niños cerca. Y niños, es lo que más le gusta ver, por eso, hoy se desvía un poco del camino tan solo para pasar por un parque, donde cada mañana, los grupos de chiquillos que aún no van a la escuela, son congregados por sus madres y nanas alrededor de los juegos, en los jardines, junto a la fuente.

Dias propicios para Westerns pueden también ser dias propicios para calamidades. No podemos dejarnos engañar por falsas señales, como por ejemplo, un cielo azul y despejado no quiere decir que no pueda haber tormenta en el horizonte; las campanitas del carro de paletas, siempre sinónimo de alegría y bienestar, pueden sonar aún cuando cerca hay un enfermo en casa, o un moribundo en el hospital; las risas despreocupadas de los niños, no le quitan a sus padres las angustias y los miedos. Menos aún cuando la sensación de inseguridad es reciente. Una madre platica sobre esto, por enésima vez, con un nuevo grupo de vecinas. Lleva en esto desde ayer, hablando hasta por los codos, repitiendo la historia con pelos y señales hasta el grado de exagerarla, como bien ocurre en estas circunstancias, con serias amenazas de muerte, armas disparadas, desmayos oportunos, sirenas de ambulancias, huesos rotos, sangre derramada, lesiones de por vida, mientras que, sin reparar en las mendacidades del sucio mundo que lo rodea, el nene se entretiene sentadito sobre una manta en el pasto, intercambiando con otro igual que él, sonajitas y otros juguetes sobre los que toman turnos para metérselos a la boca, asegurándose que no son comestibles. Una madre levanta la vista y ve a un hombre acercarse al parque. El hombre compra en el puesto de la esquina algo que parece una revista, comic, o algo parecido. La hojea por unos momentos y luego se dirige hacia los juegos. Contempla por un rato el ir y venir de resbaladillas, ruedas, sube y bajas y changueras. Se sienta en una banca y se quita el poncho (¿quién entiende estos días de frio y calor al mismo tiempo?) dejando a un lado su revista. La otra madre ya lo ha visto y, boquiabierta, se lleva la mano al pecho. Todos se han dado cuenta de lo que ella ve y, entonces, alguien toma la iniciativa y sale con apuro hacia la calle, buscando un policía. Sudando frio, las que se quedan se apuran a recoger del suelo a los bebés, apretándolos hacia sí, como protegiéndolos de un cielo que se empieza a derrumbar. De un lado del parque, un policía corre siguiendo a una mujer que señala, no con el dedo solamente, sino con todo el brazo, con todo su cuerpo, hacia los juegos;  Del otro lado, un chiquillo en un triciclo se para a cierta distancia de un hombre en una banca. Los dos se miran sin decir nada, midiéndose como los cowboys antes de sacar sus armas en un duelo del viejo oeste. El policía llega hasta el grupo de personas que, unas encima de otras, se quitan la palabra, exigen, suplican, lo jalonean llenas de pánico. El oficial, indeciso, pone su mano sobre la pistola que lleva en el cinto. A lo lejos, el niño finalmente se decide hacer el primer movimiento y, con mucha calma, saca del bolsillo de su pantalón un enorme dulce envuelto en papel de colores y se lo ofrece al hombre. El personaje de la banca sonríe, pues conoce muy bien los signos y sabe que éste será un duelo a muerte. Lentamente, se lleva la mano al bolsillo de atrás del pantalón....

La vida está llena de elementos indiscutiblemente sorpresivos y, como tales, muchas veces éstos caen en la categoría de maravillosas coincidencias. Tirado en el suelo, nuestro personaje siente estar representando el final trágico de una película: una mancha de sangre esparciéndose lentamente bajo su enorme cuerpo, movimientos abruptos a su alrededor, gente que grita, niños arrastrados lejos de la escena, morbosos que se reúnen fascinados alrededor. La música cesó. El policía se acerca temeroso. Nunca le ha disparado a nadie; él mismo no entiende qué lo orilló a reaccionar de tal manera, en una cuestión de segundos. Lleva su mirada a la mano del hombre, quien todavía sostiene una barra de chocolate Hershey's. El personaje parece que quiere decir algo, pero éste no logra entenderlo. Mirando al cielo, finalmente ve lo signos; algunas nubes se concentran oscureciendo un poco el día. Se ríe y busca los ojos del policía: "Cuando tengas que disparar, no hables, dispara"


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