martes, 1 de marzo de 2011

Montepío

Con mi padre, Mila y Erwin, en Montepío, por ahi entre el 80-81.




Una de las cosas que más le gustaba a mi papá de salir a la carretera, como ya mencioné en un texto anterior, era meterse a brechas impasables y descubrir a dónde llegaban. Lamentablemente, y por muchos años, los vehículos en los que participábamos de semejantes expediciones, no eran de la capacidad necesaria para pasar, siquiera, pequeños vados, caminos imposiblemente lodosos, troncos en el camino. Ni siquera el machete, que siempre guardaba celosamente en la cajuela, pudo en dichas ocasiones ayudarnos a salir del paso (aunque sí pudo efectivamente satisfacer sus fantasías personales a la "Chanoc" o "Sandokan").
No, pues; porque finalmente, una pequeña camioneta Datsun, una super lenta y riudosa camper Renault, (de modelo "Estafeta" lo recuerdo bien), el vocho de mi tía, el viejo Chrysler de los tíos, todos éstos eran autos de ciudad. En México no se usaba entonces que cualquiera tuviera su super camioneta AWD, o 4×4, o super llantas de refuerzos de acero. Quizá en los ranchos la gente tenía el buen sentido de ahorrar toda la vida y eventualmente comprarse una pick-up, aunque para los trajines diarios siempre se favoreciera el uso del tractor o, en su defecto, el burro.

Cada vez que tuvimos que dar por perdida la misión y voltear los carros para volver por donde venimos, mi papá se decía a sí mismo: "uno de estos días, vengo aquí con una camioneta de doble tracción y ¡ya verán!". Y así pasaron los años, y los coches, y la frustración de perder horas y horas y casi despedazar el pobre auto para poder llegar a lugares como Montepío, por ahí cerca de los Tuxtlas, en Veracruz. Algo tenía mi padre con ese lugar, al cual ahora se le refiere como una de las mejores playas del Golfo (según una búsqueda rápida en google). En aquel entonces, no era sino una de tantas otras playas a las que llegábamos a montar campamento cuando niños, cosa que, para mi memoria perennemente miope, no era causa de mayor emoción. Mis recuerdos de infancia son de aspectos mucho más cercanos, digamos como de medio metro: la camioneta, la tienda de campaña, la mesa plegable, la crema nivea en la cara para las quemaduras, los palitos que te hacían recoger para alimentar la fogata, y que yo en cambio utilizaba para hacer dibujos en la arena, las noches cálidas, aquella vez que nos tocó ver un eclipse total de sol y lo vimos a través de varios negativos de fotos (yo no ví gran cosa, pero sí recuerdo la noche en medio del día y su repentino despertar).
Pero divago. Mi historia seguía en el asunto del transporte, y grata fue la fortuna que nos acompañó por ahi por los años 80 cuando, por audacias de una eccéntrica primera dama, se le infundió a las artes en México un fondo bastante meritorio, del cual mi papá fue agradecido recibidor. Ya no eran tiempos de vacas flacas, sino de toros salvajes y así nos llegó con la noticia un día, lleno de felicidad mi padre, que finalmente se había comprado su camioneta, Jeep Wagoneer, de doble tracción. Lo primero que dijo fue: "Y con ésta nos vamos a ir a Montepío". Como todas las declaraciones del jefe de familia, ésta no encontró ninguna oposición (aprendimos muy chicos que, aunque nuestros valores fueron siempre democráticos, en mi casa se vivía una dictadura tácita), salvo que mi madre, cansada ya de estos agotadores viajes en los que, por supuesto, siempre le tocaba la peor parte (la de cocinar, lavar todo, hacerse cargo de los niños, sufrir las peores quemaduras del sol y los piquetes de mosquitos), dijo que no gracias y que ella no iba. Tras el shock inicial, mi padre tuvo que conformarse con la idea de llevarnos a mi hermana y a mí y al novio de mi hermana en lugar de mi hermano, que no sé porqué no fue al final. De último momento, y pensando que como único adulto él tendría que hacerse cargo de prácticamente todo el trabajo pesado, decidió entonces invitar al tío Manuel, alocado primo de mi mamá que siempre estaba dispuesto a seguir a mi papá a donde fuera y dejarse mangonear por él, siempre con la sonrisa en la boca y las ganas bien puestas.

¡Y que nos vamos a Montepío! Mapa de Montepío
Mi padre como niño chiquito, salivando ante el prospecto de estrenar su vehículo todo terreno; ya había hecho algunas pruebas, en el camino de terracería a Amatlán (que por cierto acababan de arreglar y estaba bastante transitable...chín), tratando de subirse a piedras gigantes, buscando lodo por algún lado, (aunque no había llovido). Pero no importaba, finalmente la prueba de hierro se llevaría a cabo en el escabroso camino de la sierra de los Tuxtlas, tierra exhuberantemente hermosa cuya belleza natural te pone a cantar, aunque no sepas. Y así de contentos íbamos todos, los cinco, cantando, contagiados por la emoción mientras más nos acercábamos a la bifurcación que nos llevaría a la playa, tan sólo para darnos cuenta de que, durante el último año, a algún idiota jijo de su mal dormir, se le había ocurrido ¡pavimentar la carretera!

Es extraño el día en que, con todo y que sabes que es totalmente en contra de las reglas, pecaminoso casi, comienzas a reírte de tus padres. ¡Oh, pero cuánto nos hemos reído!, todos menos Manuel, quien iba adelante y trataba de mantener una solidaria cara de coraje y decepción, pero que por la risa contenida parecía más bien como de dolor, de ese como de extracción de muelas. Mi papá, furioso por el vuelco cruel y despiadado que el destino le había puesto enfrente, decidió entonces tratar de meter el coche por la maleza, solo para darse cuenta de que una cosa es la doble tracción y otra muy distinta no tener llantas de oruga, como los tanques de guerra. Ya llegados a la playa, y más calmado (la vuelta y cambiada de las susodichas velocidades, cosa nada simple ni dócil en esos modelos de antaño, quiera que no lo habían hecho quemar bastante adrenalina), pudo entonces, tras dejarnos bajar y empezar a montar el campamento, darse a la tarea de recorrer la playa de un lado a otro, dando giros y frenazos, buscando la manera de estancarse en la arena para luego desestancarse, una y otra vez.  Lo dicho; alguien tuvo que haberle regalado más juguetes a ese pobre negrito, cuando niño.

Nos hemos reído y, finalmente, él también con nosotros, tal vez en algún lugar de su ego habiendo encontrado el humor en semejantes historias. Finalmente, su sabiduría se hizo presente como de costumbre: "no importa la meta, lo que importa es el camino recorrido". Y, habiendo recorrido tantos kilómetros al lado de mis padres, dando por sentadas tantas cosas que, ahora entiendo, son encabronádamente difíciles, doy gracias, eterna, enorme, apasionadamente, por la infinita fortuna de haber nacido en su seno. Por la vida que me dieron y la importante educación del día a día. Mi madre se habrá quedado en casa aquella vez, pero su serenidad y firmeza, su habilidad de hacer y conceder, de proveer y compartir, nos acompañaron todos los días e hicieron de ese, el último viaje que hicimos a acampar, algo memorable y un hito en mi entrada hacia el mundo de los adultos. Yo tenía 13 años y nunca me sentí más lista para atacar al mundo de frente, como un toro salvaje.


*Aquí un video que me encontré, del camino (pavimentado) actual a Montepío.
camino

2 comentarios:

  1. Yo conozco relativamente bien Montepío, por que ahí vivía mi profesor, el doctor Richard Vogt, que es un gringo medio loco que pasó más de 20 años en esa zona trabajando con tortugas y justamente vivía ahí en Montepío junto a la playa y derepente lo iba a ver.
    Pero me imagino que hace 30 años ese lugar ha de haber sido otra onda!!.
    Un saludo

    Gracia

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  2. Qué bonita historia Andrea. Me sentí identicado porque así era más o menos en aquellas épocas mi papá. Me gusta tu bog, lo que escrbes y cómo lo escribes. Besos. Germán Álvarez M.

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