sábado, 26 de febrero de 2011

La escuela de la Talacha.

Las personas somos como cajas de herramientas. Basta ver una para darnos cuenta qué clase de persona es su dueño. Hay los que gastan mucho dinero en tener lo último en instrumentos para uso en el hogar, lo más moderno, lo importado, electrónico, juegos completos de mil piezas; pero nada de esto a sido tocado, todo está limpio, como nuevo, prácticamente sin utilizar, salvo quizás por algún desarmador. Ahi nos damos cuenta, entonces, de que dicha persona tendrá muchos recursos, pero poca imaginación, tiempo, dedicación o intención para utilizarlos. Luego vemos otras cajas, las que casi se desarman con tocarlas, las que cargan kilos de mugre, aceite, pegamentos de todo tipo; acumulaciones de años, de pasar martillos por aquí, llaves de tuercas por allá, tijeras ya sin filo pero que de algo igual sirven, colecciones de clavitos, clavotes y tornillos de todos tamaños, alambritos y alambrotes, piezas sueltas de algo que algún día existió completo, resortes, plumas, lápices, ligas, cintas métricas. En resumen, cualquier cosa que pueda servir para algo... en algún momento. Tales colecciones de aparente basura y desorden, pertenecen a aquellos otros que disfrutan enormemente cualquier tipo de tarea manual; aquellos para quienes cada pequeña o grande labor, representa la empresa del siglo, equiparable tal vez a la construcción de una perfecta nave espacial o al descubrimiento de la cura contra el cáncer. Una de estas cajas de herramientas tenía mi papá. En su caso, incluso, la caja misma pasaba a un segundo plano. ¿Quién necesita constricciones de espacio?. Las herramientas estaban por toda la casa, en su coche, en cajones y pequeños cuartitos diseñados nada más que para eso. Mi papá creaba con sus temblorosas manos improvisados arreglos para cosas descompuestas, y cuando no había nada que componer, pues iba y se encontraba algo que romper para volverlo a pegar de nuevo; una re-creación a ratos monstruosa de algo que en agún momento sirvió para algo, pero que ahora... pues ya no sabemos ni cómo usar otra vez. Estos eran sus juegos, los de aquel niño a quien siempre le faltaron juguetes, aquellos bloques de construcción, aquellos legos y mecanos.
Participar con mi padre en estas hazañas constructivas era toda una aventura. De niña pensé que nunca aprendería yo a utliizar aquellos aparatos, que se materializaban como como sorpresas saliendo del sombrero de un  mago; porque aquello de romper, arreglar y pegar de nuevo, eso era de hombres. Mi papá llamaba entonces a mi hermano, para que lo ayudara a quitar una pieza de la tubería del baño, para cambiar un fusible, para arreglar el coche, para componer el tocadiscos; pero él no siempre recibía tales invitaciones con entusiasmo, ensimismado él como de costumbre con alguna canción que le urgía sacar en la guitarra o, simplemente, en seguir dormitando sus sueños pre-adolescentes. Surgía yo entonces, como por arte de magia, de detrás de la puerta: "¡yo te ayudo!", y ¿cual sería mi sorpresa? que mi papá un día me dice, "está bien, pero a ver nomás ¡y sin tocar nada!". Así comenzó mi educación talachera.
Trabajar con alguien de temperamento fuerte y poca paciencia, te obliga a aprender a ser un excelente observador. No decir nada, para que el otro no pierda la concentración, no moverte demasiado a su alrededor, mantener la linterna así, quietecita, no respirar, aprenderte los nombres de las cosas para que, como hábil enfermera, le pases al cirujano los instrumentos que necesita, y, muy importante, guarda tus preguntas para el final. Las preguntas siempre fueron bien recibidas, he de decir; sobre todo cuando la operación había sido todo un éxito. En cambio, si la cosa no salía para nada bien, si después de horas y varios intentos el enfermo en la camilla seguía goteando o no se dejaba pegar las extremidades, ni siquiera con el cautín, entonces más me valía hacerme a un lado y comenzar a acomodar las cosas, muy calladita... esperando el tiempo necesario hasta que él se retirara finalmente, dando por terminada la lección de ese día: "se pierden unos, se ganan otros".
Y así, observando y observando aprendí a cambiar focos, arreglar bisagras, dónde se le pone el aceite al coche y dónde el líquido de frenos; aprendí que casi todo se puede componer, con ayuda de ingenio y los materiales adecuados, pero que algunos casos, no importa cuánto empeño le pongamos, de plano son casos perdidos. Para mi padre, casi no existían los casos perdidos; prueba de ello eran varias cosas en casa, que insistían en mantenerse colgadas de un pequeño alambre, de necesitar que le movieras insistentemente un cable para que sacaran sonido, de que le martillaras de regreso esa piececita que insistía en salirse milímetro a milímetro, día con día.... No, gracias. En la escuela de la talacha aprendí que, la molestia de convivir con semejantes destrozos en la cotidianidad, era mayor que el gasto que representaba comprar uno nuevo. Sin embargo, no dejo de maravillarme de los singulares arreglos y edificaciones que mi padre construyó. Hoy día, todavía hay, afuera de su casa y al lado de dos timbres, una cuerda, verde, de plástico, que entra por un agujero, atraviesa como cuatro aros de alambre atornillados al techo y termina en una pesada campana de hierro, que mi papá se encontró quién sabe dónde y que, siempre y sin falla, resuena su grave voz cada vez que llegan los amigos de visita, a la casa de Coyoacán.

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