domingo, 7 de diciembre de 2014

Del dolor


En el estómago, en el pecho, en las piernas y en los brazos, un dolor profundo. Pero no un dolor identificado; no es un dolor de muelas, no es una migraña, ni siquiera un dolor de parto. Todos esos son dolores efímeros, pulsaciones involuntarias del cuerpo que se aplacan casi siempre con un analgésico. Hay dolores, sin embargo; hay dolores... que a uno lo invaden como una droga, directamente inyectada en la vena. Y no se acaban nunca, pues ya están bien adentro de nosotros. Y el grito que nos provoca no se acalla nunca, pues no hay ciencia, ni médicos, ni medicinas, ni hospitales ni más inyecciones de las más fuertes morfinas, que nos expliquen porqué. Porqué. ¿Porqué? Que alguien le diga a la madre de Alexander Mora Venancio porqué su hijo está muerto. Y no, no hay ciencia alguna, ni lógica, ni más búsqueda por un cariz humano que sostenga la desesperanza que nos acoge a todos los que tenemos un hijo que pudo haberse subido a un autobús y no volver más nunca. Porque es un millón de veces más piadoso, y tangible, y comprensible, que un médico nos hable de un diagnóstico incurable, del cáncer que invadió al ser amado, de la infalible voluntad de la muerte, esa que se avisa, que ya sabemos que existe, agazapada bajo las camas, tras las paredes, la muerte compañera que respiramos a diario. Hay la muerte y hay esa otra cosa; ese monstruo de absoluta monstruosidad, abyecta sombra que cubre los ojos de hombres, tal vez buenos, pero que ya no ven y sólo transitan por nuestro mundo a descaradas zancadas, pensando que van lejos, o alto, o quién sabe a donde porque no tienen idea de a dónde los lleva su ceguera. A ningún paraíso, claro está. A ninguna gloria. Mas su carga es grande, y las botas les pesan, y las manos les pesan, y los párpados les pesan, y cada pisada es una huella en un cementerio, y cada gruñido que sueltan es una punzada aguda a los oídos de nosotros que por más que nos los tapamos, no podemos evitar que nos desgarre los tímpanos. Nosotras que parimos, no tememos a la muerte; pero el polvo de nuestras pesadillas es la sinrazón, es la ausencia del diagnóstico escrito en la carta médica, es el grillete atado a nuestros tobillos y que no nos deja nadar a la superficie cuando el cuarto
se va llenando de agua poco a poco, y no sabemos quién lo puso ahí o porqué. Por la ventana vemos partir al hijo. Se lo llevan y lo esconden, lo violan y lo hacen pedacitos, le quitan la cara y los ojos, y
el monstruo monstruoso ríe y ríe, y avienta los restos a la orilla del camino más solitario que existe, de manera que nadie lo ve, nadie lo encuentra. Tal vez un perro que nos trae como un recuerdo un pedazo de uña; y es ahí que reconocemos el olor de algo que alguna vez salió de muy dentro nuestro....y el dolor nos invade, nos penetra, no nos deja nunca.


No pretendo conocer el dolor de los padres de los desaparecidos, tan sólo me lo puedo imaginar. Vaya con este escrito mi más profunda solidaridad para con ellos y la esperanza de que la humanidad se quite el velo monstruoso y lo entierre de donde no pueda salir más nunca.



2 comentarios:

  1. Mi Andrea sin palabras, esto lo vi pasar una y otra vez durante los dos ultimos años en mi desgarrada Venezuela. Lamentablemente no hay voz ni grito lo suficientemente alto para que nos escuchen y se haga justicia...Como mueves cuando escribes!

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  2. Androvich querida, me duele tu dolor y justamente me pregunto cada día ¿cómo podemos incidir en la transformación? ¿de qué manera ayudar a gestar el cambio? ¿por dónde comenzar? ¿cómo salir de la parálisis?.... tu escrito, es uno de esos movimientos que surgen de la impotencia. Hoy mismo hablábamos de eso con Regina y Rodrigo. Gracias por compartir amiga. Te quiero mucho. Irla

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