jueves, 24 de febrero de 2011

En la carretera

No sé si es verano, semana santa, diciembre o navidades, pero ahi vamos en el coche rumbo a Veracruz, como tantas otras veces; mi papá al volante, mi mamá con su paliacate rojo y nosotros atrás, los tres. Algún día se hablará de la habilidad de los niños de antes, de pasar horas y horas sentados en un coche ardiente, sin nada que hacer más que mirar pasar kilómetros y kilómetros de México por la ventana, y no hacerla demasiado de jamón. Hacíamos competencias de a ver quién ve la siguiente marca del kilómetro, juego en el cual yo siempre perdía irremediablemente por culpa de mi extrema miopía. Marcábamos el tiempo según el lugar geográfico: "¿ya pasamos Querétaro?, ¿ya llegamos a Puebla? ¿cómo se llama esta sierra?. Mi papá yo creo que siempre soñó con ser explorador, pues le encantaba la geografía y le encantaba irnos diciendo por dónde íbamos, qué río cruzábamos, cómo se llamaba esa montaña, qué indígenas eran oriundos del lugar. Su mente, un asombroso mapa al que recurría siempre sin error, aquí o en cualquier lugar del mundo en que se hallara, fascinado siempre por cada curva, por cada poblado, por cada línea fronteriza imaginaria. Podía predecir, con un márgen mínimo de error, el momento en que cruzábamos de un estado a otro, cuántos kilómetros faltaban para equis ciudad, por dónde se entraba y por dónde se salía.
Mi papá adoraba el camino, más no tanto el de las supercarreteras que van siempre derecho, fijas siempre en su necedad de ser prácticas y llegar más pronto. No. A él le gustaba meterse a carreteritas, caminos de terracería, unas ni siquera marcadas en el mapa que siempre llevaba en el coche (tan solo como referencia, claro, o casos de emergencia). Fueron muchas las ocasiones en que, sin importarle que teníamos que llegar a cierta hora a Orizaba para ver a las tías, o que se nos iba a hacer de noche en quién sabe qué chingaos remoto lugar, mi papá paraba el coche y decía: "¿a dónde llegará esa carretera....?" y todos en el coche al unísono "!NOOO!", pero era demasiado tarde, mi padre era nuevamente Lewis and Clark y su misión, llegar hasta el fondo de ese camino incierto. Pero tales expediciones nos llevaron a, realmente, descubrir lugares asombrosos; descubrimos Ixtapa, antes de que lo fuera, y ruinas mayas a mitad de la selva donde no habia nadie más que un interesado local que lo sabía todo y nos daba el tour, descubrimos Tulum, playas con manglares, ríos incruzables, atajos a Palenque, pueblos miserables donde no había nada de comer, otros tantos más pintorescos, llenos de negros y mulatos. Y alrededor de todo esto, la más exhuberante de las vegetaciones, los platanares más grandes que hayan visto, los gruñidos de fieras más escalofriantes, que nos hacían temblar en la noche, acurrucados todos dentro de una camper demasiado pequeña para cinco personas. Descubrimos mosquitos insaciables, plantas exóticas que mi papá cortaba y se las traía con gran cuidado para plantar en su jardín de la casa. Improvisamos letrinas y aprendimos que, si lo pide uno bien, cualquier persona te hecha la mano en cualquier circunstancia.

No sé si era verano, o invierno, o semana santa, pero así seguíamos viajando, yo ahora adelante con mi papá, el silencio cómodo de lo cotidiano con nosotros, ya yo sabía por dónde íbamos, cuándo cambiábamos de estado, cómo se llamaba ese cerro. En la guantera del coche mi papá guardaba un par de volúmenes de un "Cancionero Mexicano"; todas las canciones que te puedas imaginar, del dominio público para arriba, rancheras, románticas, boleros, corridos. Entonces yo pasaba las páginas y al azar, escogía un título: "Echale un cinco al piano" y se soltaba mi papá a cantarla, ¡completa! de memoria. "Corrido de Mazatlán", "Farolito", "Zacazonapan", "Qué te falta mujer", "Noche criolla" y todas las cantaba. Todas se las sabía, y si de pronto se atoraba en un verso, nomás me decía "¿cómo empieza?" y ya con eso volvía a surgir a borbotones, como una pianola a la que nomás le faltaba un quinto, la canción.
Nunca se me van a olvidar esos viajes. Los de niña, los de adolescente, los de adulta ya más escasos; en el coche bajo el rayo del sol. Con las uñas clavadas en el asiento cuando le daba por rebasar en curva, preparándole sus cubas, atenta siempre a la ceniza del cigarro que colgaba imposiblemente con casi cinco centímetros de largo y no sabías a qué hora iba a sacar la mano por la ventana para que el viento solo se la llevara.... Me quejo de que mis hijos no saben viajar, que siempre necesitan el aparatito electrónico, o la película, o el ipod. Pero ellos no tuvieron a un explorador de capitán, ni una aventura a la vuelta de una brecha. Ni tuvieron al hombre que les podía cantar de todo y que, cuando se cansaba de sí mismo, te decía "hija, cántame una de Silvio" y ahí sí me daba yo vuelo, pues, esas, me las sabía yo todas.

3 comentarios:

  1. Y ya voy a llorar de nuevo.... chale!!

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  2. Y yo tambien.... voy a llorar. Bellisimo, Andrea... bellisimo. Gracias para compartir una parte de tu corazon para que los otros de nosotros puedan conocer a tu papi. Besos, Lori

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  3. gracias Andrea!!, y en efecto, no sé porqué los niños de ahora no aguantan los viajes en coche, yo aguanté muchísimos viajes a Mérida, y aunque sí era cansado los disfrutaba, más bien no me preguntaban si estaba de acuerdo, pero tengo muy buenos recuerdos de esos viajes. Qué nostalgia da leer esto, qué diferente es el mundo hoy en día, o más bien, mi realidad y la de todos, así es que aplaudo tu relato, porque no deben de olvidarse estas cosas, porque sí sucedieron y su gran mérito tiene tu papá por haberlo hecho. Mi papá ponía Mozart (entre otros), y la sensación de escucharlo mientras veía el paisaje de la carretera era más poderosa que fumar 5 churros de mota.

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